Aterrizar en Tumaco es ver cuatro avionetas de fumigación de coca, manejadas por contratistas gringos en pantaloneta y sombrerito de safari que conviven con oficiales de la Policía Nacional en el mejor hotel de la ciudad mientras acompañan a los erradicadores manuales de coca.

Tumaco es ya una ciudad con base naval, obispo, supermercados y rumbeaderos. La carretera que comunica con Llorente y Pasto es el eje de extensos cultivos de palma africana atacados hoy por la pudrición del cogollo, una rara enfermedad que algunos técnicos atribuyen precisamente a la fumigación aérea de la coca. Los asesinatos en Tumaco alcanzan cifras escalofriantes: 100 homicidios por 100.000 habitantes. El Andén Pacífico nariñense es escenario de una brutal guerra entre paramilitares, Fuerza Pública y guerrillas.

Entre Tumaco y Bocas del Satinga, hoy municipio Olaya Herrera, hay cuatro horas en un bote con motor de 200 caballos. Hasta la isla del Gallo, base de operaciones del conquistador Francisco Pizarro, el mar cambia de azul arenoso a verde profundo. Hay un camino de agua, marcado por las cajas flotantes de icopor que los pasajeros de línea botan después de comerse un pollo frito. El acceso a los manglares es lento. Se entra en un bosque de árboles maravillosos de varas rectas sostenidas por una maraña de raíces al aire que son a su vez la salacuna de toda clase de peces y moluscos. Los esteros se estrechan por tramos y se abren en las bocanas de los ríos, comunicadas entre sí. Un laberinto de vida. En un tramo llamado Sitiofrío, los árboles son más altos, el estero más estrecho, el ruido de las chicharras más agudo. Ahí suelen atascarse los chorizos de troncos amarrados unos con otros en forma de espina de pescado o de balsa, jalados por un pequeño motor de 30 caballos y manejados por dos hombres ágiles que saltan descalzos de lado a lado impidiendo que el tren se enrede. Es el modo de transportar 500 o 600 trozas de sapán, guánjaro, cedro y garza a lo largo de ríos y esteros, hasta los aserríos de Salahonda, Mosquera o Bocas del Satinga. Por cada chorizo les pagan a los aserradores unos $2 millones, que se transforman en $20 millones cuando se vuelven piezas de exportación. Por supuesto, son maderas aserradas y exportadas ilegalmente en las narices de las autoridades del Gobierno. Igual que la cocaína.

La explotación de madera se ha convertido en el gran negocio desde cuando las avionetas fumigan. Los cultivadores y sus socios, los comerciantes, cambian de región para seguir el negocio y dejan una estela de ruina donde antes la bonanza reinaba. La gente, entonces, vuelve a tumbar monte para aserrar madera. Los cortes están cada vez más lejos del mar y el precio internacional es cada día más alto. Total, cada pieza es más cara. El balance es trágico: mientras menos coca se cultiva, más bosques se tumban. En Bocas del Satinga se cerraron durante la bonanza 25 aserríos; hoy se han reabierto y trabajan 24 horas diarias.

Las guerrillas, que han impuesto un sistema tributario a los cultivadores de coca, lo trasplantan a los aserradores y a los aserríos y acompañan a los cocaleros a sus nuevas zonas de cultivo. Los paramilitares —‘Rastrojos’, ‘Águilas Negras’, ‘Nueva Generación’— permanecen en las regiones costaneras porque su negocio es la exportación de cocaína. De los esteros salen en lanchas rápidas con motores de 400 caballos o en submarinos a preñar barcos en alta mar o a entregar la mercancía en las playas de Costa Rica y de México, desde donde se manejan las correas de transmisión de todo el negocio. Los grupos armados ilegales ganan por punta y punta; la Fuerza Pública ve aumentadas sus prestaciones y garantías al ritmo del conflicto. ¿No es verdaderamente curioso, o por lo menos muy sospechoso, que mientras los cocales se fumigan y abren campo a la explotación y exportación ilegal de las maderas, las costas estén abiertas casi siempre a los grandes embarques de cocaína?

Alfredo Molano

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