Hace 20 años una comunidad indígena, que llevaba cuatro en posesión de un predio en el norte del Cauca, fue masacrada durante una cita para dialogar sobre el problema de tierras.

Rafael Coicue miró con desprecio que la tierra estaba llena de sangre y que, por ella, los cuerpos de su hermano y 19 indígenas más estaban acostados como ruines troncos de árboles amontonados en hilera. Fue el 16 de diciembre de 1991 y como los indígenas llevaban cuatro años en posesión de más de 500 hectáreas de la hacienda El Nilo, en Caloto, norte del Cauca, los nuevos dueños los llamaron para dialogar sobre su presencia en el predio.

La cita fue ahí y la muerte también. Ni siquiera les permitieron explicar a los 80 indígenas que asistieron cuál era la razón de su movilización. Minutos más tarde, pasadas las 8 de la noche, la gente corría saltando alambrados, rodando abismos y gritando lo inesperado. Entonces Orlando Villa Zapata, alias Rubén, disparó junto a sus hombres y 20 nasas fueron fusilados.

Los asesinos a sueldo pensaron que ellos no iban a rezar a sus muertos, pero al otro día, cinco mil indígenas ocuparon la hacienda El Nilo y se quedaron para siempre. Veinte años después, la lista de masacres es larga, el incumplimiento de los compromisos del Estado, evidente, y la impunidad, más perversa que el fusilamiento de aquella noche.

Los actos de contrición no funcionaron. En 1991, el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) y el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) firmaron un acuerdo en el que el Estado se comprometía a entregar a las víctimas de la masacre 15.663 hectáreas de tierras. Hoy, aún faltan 1.760. El 14 de mayo de 1992 en Jambaló, Cauca, la Presidencia y el CRIC hicieron un plan de desarrollo alternativo con 16 proyectos. Sólo hay dos financiados. Los indígenas se tomaron entonces la finca El Japio, de Caloto, para exigir el cumplimiento de los acuerdos, pero en medio de nuevos desalojos murió Belisario Camallo Guetoto, de 16 años. Otros 30 resultaron heridos y, para colmo, en 2001 los paramilitares de Éver Velosa, alias H.H., masacraron a varios indígenas en el alto y bajo Naya. Ese año fue la masacre de San Pedro, en Santander de Quilichao; y en 2002, la de Gualanday, en Corinto.

Ya la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) había concluido desde 1999 que el Estado colombiano es el responsable de la masacre.

Los nativos no bajaron la guardia y en 2008 se movilizaron en minga por la Vía Panamericana para exigir el cumplimiento de las recomendaciones de la CIDH. Pero el 16 de diciembre de ese año la consejera mayor del CRIC, Aida Quilcue, se salvó de ser asesinada en un atentado en el que murió su esposo Edwin Legarda.

Este año volvieron a marchar y regresaron también las tragedias. Luis Évert Ramos, de 17 años, perdió la vida en medio de una balacera contra su comunidad en momentos en que iban a resolver un viejo litigio de tierras con los afrodescendientes en la finca San Rafael, de Buenos Aires, Cauca. Este predio fue entregado a los indígenas como parte de la reparación a las víctimas por la masacre de El Nilo, pero luego fue también entregado por el exgobernador del Cauca Juan José Chaux a los afrodescendientes.

“No se olvide de llevarme a la Villa”, le dijo Edwin Legarda a Aida Quilcue, y allá quedó sepultado. Tres años después de la muerte de su esposo, esta indígena de pura cepa pervive en el territorio de Tierradentro, con la zozobra que la violencia ha marcado en su vida desde que fue consejera mayor del CRIC.

Es uno de los rostros de las víctimas de la violencia en el Cauca. No sólo porque casi es asesinada por miembros del Ejército Nacional, que ya fueron condenados, sino porque sigue vigente en medio de la defensa de los derechos humanos y esto le ha ocasionado vivir con medidas de protección permanentes.

Como la de 1991, situaciones dramáticas siguen viviendo las comunidades indígenas del Cauca, para quienes la Comisión Interamericana de Derechos humanos (CIDH) pidió medidas cautelares el 10 de noviembre de este año, con el fin de que el Estado proteja a cuatro resguardos del norte del Cauca: Tacueyó, Jambaló, Toribío y San Francisco. A pesar de ello, el pasado 5 de diciembre Luis Éver Casamachín Yule fue asesinado en la finca San Rafael. Esta semana volvieron las amenazas a la hacienda: “Ya cayó uno, faltan tres”.

Un ritual nasa y una misa recordarán mañana los 20 años exactos de esta barbarie. Hoy, en el norte del Cauca, comenzarán los homenajes póstumos y la recordación de las víctimas. Se presentará un informe de los avances y retrocesos de la reparación y se tomará un mandato de lo que harán las comunidades frente al incumplimiento del Gobierno. Todas estas actividades quieren dejar por sentado que la sangre allí regada fue como la semilla que fortaleció un movimiento indígena que sigue luchando por sus derechos.

Por: Edinson Arley Bolaños

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