El regreso de Manuel Antonio Noriega a Panamá, quien fuera sacado de su país mediante una invasión de tropas norteamericanas y la salida del grueso de las fuerzas de ocupación de Irak, aunque los mercenarios se quedan,

nos recuerdan la magistral representación radiofónica que en 1938 hiciera con un grupo de actores el gigante, por talla y calidad, el cineasta norteamericano Orson Welles de la obra de H. G. Wells “La guerra de los mundos” que relata una invasión alienígena y que por su realismo provocó tal pánico entre los radioescuchas que salieron aterrorizados a las calles creyendo que el ataque extraterrestre era cierto, es una reacción normal a un hecho que configura uno de los episodios más degradantes para cualquier sociedad: el secuestro colectivo que restringe todos los derechos y propicia inimaginables acciones violatorias de la dignidad humana.

Ni los panameños ni los Iraquís tuvieron la suerte de participar en una obra de ficción como la reseñada arriba, la ocupación de sus territorios fue un hecho tangible, real que especialmente en el caso de los hijos de Alá significó destrucción y opresión por más de ocho largos años. La nación que fue cuna de una de las más antiguas civilizaciones, donde colgaron los jardines de Babilonia en los balcones de una arquitectura particular y se erigieron como símbolo de una cultura próspera y avanzada en la época, fue avasallada por la codicia de los dueños del gran capital transnacional, ávidos del control de las enormes reservas petroleras que yacen en el subsuelo de esta región; fue necesario apelar a la mentira para justificar esta despreciable acción, al igual que la que se prepara contra Irán o cualquier otra nación que mine la autoridad del imperio.

La sigilosa salida de Bagdad, propia de los ladrones al escapar del lugar de su fechoría, deja al descubierto un balance negativo: el pueblo iraquí perdió miles de vidas humanas y millones quedaron mutilados o afectados en su persona o su familia, la infraestructura de sus ciudades quedó visiblemente destruida y la industria petrolera aún no logra los niveles de producción de los tiempos de paz y quedan condenados por largos años a pagar a su invasor los costos de la agresión; en cuanto al pueblo norteamericano se revive el drama de los miles de soldados con afectaciones físicas y sicológicas propias de quienes participaron en las atrocidades cometidas contra un pueblo inerme, en nombre de una causa que no tiene explicación y la silenciosa sensación en la mente de los estadounidenses de una nueva derrota en una aventura lejos de sus fronteras.

Lamentablemente los dueños del poder no aprenden nunca la lección, es propio del capital apelar a los métodos que sean necesarios para garantizar su reproducción, el capital no tiene moral, nuevas andanzas emprenderá y la única forma de impedírselo será con la resistencia masiva de los pueblos, urge la multiplicación de los Occupy Wall Street, de los manifestantes de la plaza Tahrir, de la movilización de los Griegos, Españoles e Italianos desocupados y despojados de su seguridad social, todos a una deben lanzar una proclama que unifique a los pueblos contra la opción de la ocupación militar o el despojo solapado, la esperanza debe retornar a los corazones de los millones de seres que sufren el amargo cáliz de la pobreza y la exclusión.

 

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