Según el señor Álvaro González Alzate, todo un varón del fútbol colombiano, “No hay nada con más posibilidades de contagiarse, no hay peor enfermedad, si se puede llamar así, con el respeto del que lo sufra, que el homosexualismo”.

 

 

El señor González, que ya había minimizado en su momento la agresión a una mujer por parte del ‘Bolillo’ Gómez, añade a la ya conocida tesis de que el homosexualismo es una enfermedad, el novedoso concepto médico de “que se pega se pega”.

 

Las declaraciones de este dirigente de Colfútbol resultaron casi simultáneas al debate alrededor de la posible creación de una cátedra LGBTI en las escuelas distritales, para enseñar a los niños y jóvenes que hay diferentes opciones sexuales y que hay que respetarlas. Cosa nada sencilla en un país donde la concepción de virilidad se asocia a menudo con fuerza o autoritarismo y los homosexuales no sólo son discriminados, sino a menudo sometidos a violencia.

 

No es fácil cambiar la mentalidad de una sociedad donde hasta un monseñor —Juan Vicente Córdoba— pareciera confundir un homosexual con un pederasta, donde desde el colegio se tortura a los muchachos afeminados o sospechosos de ser homosexuales y donde un presidente furibundo no tiene empacho en gritar, como cualquier matón de barrio, y después de acotar que ojalá lo estén grabando: “Si me lo encuentro, le rompo la cara, marica”. Tiempo después oímos al mismo Álvaro Uribe retar a Chávez diciéndole “Sea varón y quédese a discutir de frente”. Para él, nos quedó claro, los valientes son los machos-machos, no las mujeres; y si se quiere ofender a un varón, basta con decirle como le dijo.

 

Es verdad que la palabreja, cuando está incluida en el ya muy generalizado saludo “¡Qui’hubo marica!”, no sólo se desprovee de su beligerancia sino que adquiere, mágicamente, un tono cariñoso. No es así, sin embargo, cuando se usa con rabia, o de forma descalificadora, como sucede tantas veces. Y es que nada como el lenguaje para reflejar todos nuestros prejuicios. Me viene a la cabeza la indignación que me causó oír, hace ya un tiempo, cómo un orondo corresponsal costeño informaba, con gran naturalidad, que al puerto de Cartagena había llegado un trasatlántico lleno de “locas”. Se refería, claro, a un crucero de turismo donde los pasajeros eran todos homosexuales.

 

No es raro oír en este país expresiones como “el indio ese” o “maldito negro”; y no falta el patán que a las mujeres nos espeta “tenía que ser una vieja”. Por desterrar este vocabulario atávico —sin caer en las exageraciones de lo políticamente correcto— tendría que empezar una campaña de respeto a la diferencia, más amplia y efectiva, creo, que la posible cátedra LGBTI. Que, la verdad sea dicha, aunque loable como idea, me parece problemática ya en la práctica, pues para empezar, y siendo realistas, nada nos garantiza que muchos maestros no compartan los prejuicios generalizados de una sociedad extremadamente conservadora. Se corre el riesgo de que los temas se tergiversen, sirvan para hacer falsas campañas moralizadoras o se aborden con timidez, pues al fin y al cabo la educación nacional, aun la laica, sigue estando muy influida por la Iglesia Católica, que considera antinatural la homosexualidad y aterradoras las ideas de matrimonio y adopción entre parejas ‘gay’. Con cátedra o sin cátedra, es posible pensar que a través de una legislación avanzada, campañas audaces y sanción social evidente a la discriminación, se logre, poco a poco, cambiar la mentalidad de los jóvenes. Siempre y cuando no tengan un papá como el señor González.

 

 

Por: Piedad Bonnett

 

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