La Comisión de la Verdad, nombrada por la presidenta Dilma, corre el peligro de transformarse en una Comisión de la Vanidad, en el caso de que sus integrantes la conviertan en alabanza de vanidades personales.

Al día siguiente de los nombramientos, antes de la toma de posesión, ya aparecieron en los medios opiniones dispares sobre los miembros de la comisión en cuanto a su objetivo principal.  ¿El ministro Gilson Dipp, del Tribunal Superior de Justicia, se encuadra en los criterios definidos por la ley que creó la comisión? Según los términos de su artículo  2°, # inciso II, “no podrán participar en la Comisión Nacional de la Verdad los que (…) no estén en condiciones de actuar con imparcialidad en el ejercicio de las competencias de la Comisión”.

Al actuar como perito  del Estado brasileño en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Dipp se posicionó contra los familiares de los guerrilleros del Araguaia, cuyos cuerpos todavía siguen desaparecidos. ¿Actuará ahora con imparcialidad? El papel de los siete nombrados es investigar graves violaciones de derechos humanos sucedidas entre 1946 y 1988.  Lo fundamental sería que adoptaran la postura ética de Antígona, de dar sepultura digna a los muertos y desaparecidos bajo la dictadura militar (1964-1985).

La comisión tendrá que actuar bajo la oscura luz de la injusta Ley de Amnistía, promulgada en 1979 y aprobada en referendo por el STF en el 2010. Dicha ley equipara a torturadores y torturados, a asesinos y asesinados. Entonces ¿cómo amnistiar al que nunca fue juzgado, sentenciado y castigado?

No hubo “dos caras”. Lo que hubo fue un golpe de Estado perpretado por militares y el derribo de un gobierno constitucional y democráticamente elegido. La dictadura implantada suprimió los partidos y eliminó políticos, creando un aparato represivo (“el monstruo”, según el general Golbery), que instaló centros de tortura mantenidos con recursos públicos y privados.
El aparato represivo, en nombre de la “seguridad nacional”, capturó, torturó, asesinó, exilió, deportó e hizo desaparecer a los que osaron combatir a la dictadura, así como también a innumerables personas que nunca tuvieron nada que ver con la resistencia organizada, como sucedió con el exdiputado Rubens Paiva, el periodista Vladimir Herzog y el sacerdote Antonio Enrique Pereira Neto.

A la comisión le corresponde averiguar la muerte de las víctimas de la dictadura, lo que pasó con los desaparecidos y quiénes son los responsables de tales atrocidades. Los militares cumplen órdenes de los superiores. Es necesario, pues, aclarar quién ordenó la práctica de la tortura, la eliminación sumaria de militantes políticos y el ocultamiento de sus cuerpos. La comisión deberá también abrir los archivos de las Fuerzas Armadas, oír a los verdugos y a sus superiores jerárquicos, a las víctimas y a los parientes de los desaparecidos, y esclarecer episodios emblemáticos que nunca han sido debidamente investigados, como el atentado a Riocentro en 1981, dirigido a segar la vida de miles de personas.

Defender el concepto de “crímenes conexos” y citar como sospechosos a aquellos a quienes el Brasil debe el rescate de la democracia y del Estado de Derecho equivaldría a imputar a la Resistencia Francesa crímenes contra la ocupación nazi de París o citar a los judíos como reos ante el Tribunal de Nuremberg.

Los integrantes de la Comisión de la Verdad saben muy bien que legalidad y justicia no son sinónimos. Y deben tener en cuenta la afirmación de Cervantes: “La verdad alivia más que hiere. Y estará siempre por encima de cualquier falsedad, como el aceite sobre el agua”.

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