Después de varias décadas de “guerra contra las drogas”, acompañadas de un costo colosal en vidas humanas y recursos materiales, los narcotraficantes son hoy más fuertes que nunca y controlan un territorio más amplio que en cualquier época anterior.

En los últimos seis años, ocurrieron en México más de 47,000 asesinatos relacionados con el tráfico de drogas. De 2,119 en 2006 aumentaron a cerca de 17,000 en 2011. En 2008, el Departamento de Justicia norteamericano advirtió que las DTOs (Organizaciones de Tráfico de Drogas), vinculadas a cárteles mexicanos, se encontraban activas en todas las regiones de Estados Unidos. En la Florida actúan mafias asociadas con el cártel del Golfo, los Zetas y la Federación de Sinaloa. Miami es uno de los principales centros de recepción y distribución de la droga. Además de los mencionados, otros cárteles, como el de Juárez y el de Tijuana, operan en Estados Unidos.
 
Los cárteles de México cobraron mayor fuerza después que sustituyeron a los colombianos de Cali y Medellín en los años 90 y controlan ahora el 90 % de la cocaína que entra en Estados Unidos. El mayor estímulo al narcotráfico es el alto consumo estadounidense. En 2010, una encuesta nacional del Departamento de Salud reveló que aproximadamente 22 millones de norteamericanos mayores de 12 años consumen algún tipo de drogas.
 
Estos, que son sólo algunos de los más inquietantes datos estadísticos, permiten cuestionar la eficacia de la llamada “guerra contra las drogas”. Es imposible creer que exista realmente una voluntad política para poner fin a este flagelo universal cuando observamos el papel que ha desempeñado el narcotráfico en la contrainsurgencia, la expansión de las transnacionales y las ambiciones geopolíticas de Estados Unidos y otras potencias.
 
Repasemos, en síntesis, la historia reciente (1). La administración de Richard Nixon, al iniciar la “guerra contra las drogas” (1971), desarrollaba al mismo tiempo el tráfico de heroína en el Sudeste Asiático con el propósito de financiar sus operaciones militares en esa región. La heroína producida en el Triángulo de Oro (donde se unen las zonas montañosas de Vietnam, Laos, Tailandia y Myanmar) era transportada en aviones de “Air America”, propiedad de la CIA (2)(3). En una conferencia de prensa televisada el primero de junio de 1971, un periodista le preguntó a Nixon: “Señor presidente ¿qué hará usted con las decenas de miles de soldados americanos que regresan adictos a la heroína?” (4)
 
Las operaciones de “Air America” continuaron hasta la caída de Saigón en 1975. Mientras la CIA traficaba con opio y heroína en el Sudeste Asiático, el tráfico y consumo de estupefacientes en Estados Unidos se convertía en tragedia nacional. El presidente Gerald Ford solicitó al Congreso en 1976 la aprobación de leyes que sustituyesen la libertad condicionada con la prisión, estableciesen condenas mínimas obligatorias y negasen las fianzas para determinados delitos de drogas. El resultado fue un aumento exponencial del número de convictos por delitos relacionados con el tráfico y consumo de drogas y la consiguiente conversión de Estados Unidos en el país con mayor población penal del mundo. El peso principal de esta política punitiva cayó sobre la población negra y otras minorías.
 
Las administraciones estadounidenses durante los años 80 y 90 apoyaron a gobiernos sudamericanos involucrados directamente en el tráfico de cocaína. Durante la administración Carter, la CIA intervino para evitar que dos de los jefes del cártel de Roberto Suárez (Rey de la Cocaína) fuesen llevados a juicio en Estados Unidos. Al quedar libres, pudieron regresar a Bolivia y jugar papeles protagónicos en el golpe de estado (“Cocaine Coup”) del 17 de Julio de 1980, financiado por los barones de la droga. La sangrienta tiranía del general Luis García Meza fue apoyada por la administración de Ronald Reagan.
 
La participación más conspicua de la administración Reagan en el narcotráfico fue el escándalo conocido como “Irán-contras” cuyo eje más publicitado fue la obtención de fondos para financiar a la contra nicaragüense mediante la venta ilegal de armas a Irán, pero está bien documentado, además, el apoyo de Reagan, con este mismo propósito, al tráfico de cocaína dentro y fuera de Estados Unidos.
 
Estas conexiones las explica el periodista William Blum en su libro “Rogue State” (5). En Costa Rica, que servía como Frente Sur de los contras (Honduras era el Frente Norte) operaban varias redes CIA-contras involucradas en el tráfico de drogas. Estas redes estaban asociadas con Jorge Morales, capo colombiano residente en Miami. Los aviones de Morales eran cargados con armas en la Florida, volaban a Centroamérica y regresaban cargados de cocaína. Otra red con base en Costa rica era operada por cubanos anticastristas contratados por la CIA como instructores militares. Esta red utilizaba aviones de los contras y de una compañía de venta de camarones que lavaba dinero para la CIA, en el traslado de la droga a Estados Unidos.
 
En Honduras, la CIA contrató a Alan Hyde, el principal traficante en ese país (“el padrino de todas las actividades criminales” de acuerdo a informes del gobierno de Estados Unidos), para transportar en sus embarcaciones suministros a los contras. La CIA, a cambio, impediría cualquier acción contra Hyde de agencias antinarcóticos.
 
Los caminos de la cocaína tenían importantes estaciones, como la base aérea de Ilopango en El Salvador. Un ex oficial de la CIA, Celerino Castillo, describió como los aviones cargados de cocaína volaban hacia el norte, aterrizaban impunemente en varios lugares de Estados Unidos, incluyendo la base de la Fuerza Aérea en Texas, y regresaban con dinero abundante para financiar la guerra. “Todo bajo la sombrilla protectora del gobierno de Estados Unidos”. La operación de Ilopango se realizaba bajo la dirección de Félix Rodríguez (alias Max Gómez) en conexión con el entonces vicepresidente George H. W. Bush y con Oliver North, quien formaba parte del equipo del Consejo de Seguridad Nacional de Reagan.
 
En 1982, el Director de la CIA, William Casey, negoció un “memorandum de entendimiento” con el Fiscal General, William French Smith, que exoneraba a la CIA de cualquier responsabilidad relacionada con operaciones de tráfico de drogas realizadas por sus agentes. Este acuerdo estuvo en vigor hasta 1995.
 
Reagan y su sucesor, George H. W. Bush, patrocinaron al “hombre de la CIA en Panamá”, Manuel Noriega, vinculado al cartel de Medellín y al lavado de grandes cantidades de dinero procedentes de la droga. Cuando Noriega dejó de ser útil y se convirtió en estorbo, Estados Unidos invadió Panamá (20 de diciembre de 1989) en un bárbaro acto sin precedentes contra el derecho internacional y la soberanía de un país pequeño.
 
Michael Ruppert, periodista y ex oficial de narcóticos, presentó en 1997 una larga declaración, acompañada de pruebas documentales, a los comités de inteligencia (“Select Intelligence Committees”) de ambas cámaras del Congreso. En uno de los párrafos se afirma:
 
          “La CIA traficó con drogas no sólo durante la época de Irán-contras; lo ha hecho durante todos los cincuenta años de su historia. Hoy les presentaré evidencias que demostrarán que la CIA, y muchas figuras que se hicieron célebres durante el Irán-contras, como Richard Secord, Ted Shackley, Tom Clines, Félix Rodríguez y George H. W. Bush (6) han estado vendiendo drogas a los americanos desde la época de Vietnam.” (7)
 
En 1999, la administración de William Clinton bombardeó despiadadamente al pueblo yugoeslavo durante 78 días y noches. De nuevo aquí, aparece el narcotráfico en el trasfondo de las motivaciones. Los servicios de inteligencia de Estados Unidos y sus homólogos de Alemania y Gran Bretaña utilizaron el tráfico de heroína para financiar la creación y equipamiento del Ejército de Liberación de Kosovo. La heroína proveniente de Turquía y del Asia Central pasaba por el Mar Negro, Bulgaria, Macedonia y Albania (Ruta de los Balcanes) con destino a Italia. Con la destrucción de Servia y el fortalecimiento –deseado o no- de la mafia albanesa, la administración Clinton dejaba expedito el camino de la droga desde Afganistán hasta Europa Occidental (8). De acuerdo con informes de la DEA y del Departamento de Justicia de Estados Unidos, un 80 % de la heroína que se introduce en Europa pasa a través de Kosovo.
 
Varias administraciones norteamericanas, y en particular la de George W. Bush, han sido cómplices del genocidio en Colombia. La “guerra contra las drogas” sostenida por Estados Unidos con recursos financieros multimillonarios, asistencia técnica y cuantiosa ayuda militar, no ha logrado detener el flujo de cocaína y, por el contrario, ha sido determinante en el surgimiento y desarrollo de los grupos paramilitares al servicio de narcoterratenientes y también como pretexto para mantener el dominio sobre los trabajadores y la población campesina. El Plan Colombia resultó un completo fracaso pero sirvió como pantalla para la injerencia de Estados Unidos en el país y mostró claramente su verdadero objetivo, la contrainsurgencia.
 
Se olvida a menudo que el narcotráfico es probablemente el negocio más lucrativo de los capitalistas. Con la guerra en Colombia lucran las empresas químicas que producen los herbicidas, la industria aeroespacial que suministra helicópteros y aviones, los fabricantes de armas y, en general, todo el complejo militar-industrial. Los billones de dólares que genera el tráfico ilegal de drogas incrementan el poder financiero de las corporaciones transnacionales y de la oligarquía local.
 
La reciente declaración del Secretariado del Estado Mayor Central de las FARC-EP (9), con motivo del cuadragésimo octavo aniversario del inicio de la lucha armada rebelde, denuncia este vínculo drogas-capital:
          “…los dineros del narcotráfico se convierten en tierras, inundan la banca, las finanzas, las inversiones productivas y especulativas, la hotelería, la construcción y la contratación pública, resultando funcionales y hasta necesarios en el juego de captación y circulación de grandes capitales que caracteriza al capitalismo neoliberal de hoy. Igual pasa en Centroamérica y Méjico.”
 
El Tratado de Libre Comercio Estados Unidos-México (NAFTA) ha obligado a numerosos campesinos, ante la competencia de productos agrícolas norteamericanos, a cultivar en sus tierras amapola y marihuana. Otros, frente a la alternativa del trabajo esclavo en las maquiladoras, prefieren ingresar en las redes mafiosas de la droga. El gran aumento del tráfico de mercancías a través de la frontera y los controles bancarios para combatir el terrorismo, han desplazado el lavado de dinero de los bancos hacia las corporaciones comerciales. La complejidad y el volumen de las operaciones financieras, y el flujo instantáneo y constante de capitales “on line”, hacen extremadamente difícil seguir el rastro de las transacciones ilícitas.
 
Una de las consecuencias del NAFTA es la impunidad casi total que acompaña el flujo de narcodólares hacia ambos lados de la frontera. Al igual que en México, el Tratado de Libre Comercio recientemente puesto en vigor en Colombia estimulará la violencia, el narcotráfico y la represión sobre trabajadores y campesinos. La “Iniciativa Mérida”, a su vez, es sólo la versión México-Centroamericana del Plan Colombia.
 
Debemos meditar sobre el hecho de que en todos los escenarios donde Estados Unidos ha intervenido militarmente, principalmente en aquellos donde ha ocupado a sangre y fuego el territorio, el narcotráfico, lejos de disminuir, como sería de esperar, se ha multiplicado y fortalecido. En Afganistán, el cultivo de amapola se redujo drásticamente durante el gobierno de los talibanes para alcanzar luego, bajo la ocupación norteamericana, un crecimiento acelerado. Afganistán es actualmente el primer productor de opio del mundo pero, además, ya no sólo lo exporta en forma de pasta para su procesamiento en otros países sino que fabrica la heroína y la morfina es su propio territorio.
 
Si nos atenemos a los hechos históricos, podríamos afirmar que la política de Estados Unidos no ha sido la de “guerra contra las drogas” sino la de “drogas para la guerra”.

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