Entre las aguas que van al Orinoco y las que desembocan en el Amazonas hay un enorme territorio. Son aguas recogidas en las espaldas de la cordillera Oriental —el Guaviare—, o nacidas en moriches sabaneros —el Guainía—. Salvo algunas vegas y rebalses, no son tierras buenas, pero son bellas. Con eso basta.

 
O nos basta a muchos que nos gustan los paisajes para mirar y no para entrarles a saco. Esos territorios fueron en su tiempo reclamados por la corona de Portugal, porque el Tratado de Tordesillas, que fijó límites ente lusos y castellanos, no fue tan claro. Brasil quería tener acceso al río Casiquiare, que comunica las cuencas del Orinoco con las del Amazonas, y por eso España vigilaba celosamente las fronteras. El Casiquiare es un río que dejó azul a Humboldt al verlo correr en ambos sentidos. ¡Una maravilla! Después de la Independencia las fronteras con Venezuela tampoco eran nítidas y la “baliza” era una línea recta que nacía en el cajón del Arauca y remataba en un punto llamado El Venado, por allá en el Guainía. José Eustasio Rivera acompañó en los años 20 a la comisión que clarificó los límites e inflamó la imaginación del poeta. El país se anotició de la existencia de ese confín con La vorágine, que recogió las denuncias que escribieron Uribe Uribe en 1908, y Roger Casement en 1910, sobre la sangre que los caucheros hacían correr por esos ríos. El territorio entre el Guaviare y el Guainía no fue cauchero propiamente, sino chiclero; se explotaba el juansoco, un látex de sabana que hizo famoso al cruel coronel Tomás Fúnez. La esclavitud de los indígenas —curripacos, puinaves, piapocos, sikuanis y cubeos— fue brutal. Así que cuando en los años 40 apareció Sophia Müller, una evangelizadora norteamericana que les enseñó que todo lo indígena era diabólico, la misionera fue recibida como un dios. Su papel consistió en empujarlos hacia la civilización, es decir, a vestirse, a comer enlatados y leer una biblia, traducida por ella a sus lenguas. Sobrevivieron a duras penas. Medio esclavizados por las visiones del infierno los encontraron los guerrilleros de Guadalupe Salcedo, que establecieron una línea de abastecimiento de mañoco —yuca brava— y armas por las fronteras. Después de la paz de Rojas Pinilla, en el 53, muchos se quedaron a vivir cultivando cacao silvestre o contrabandeando. Allá vivieron exguerrilleros liberales como Minuto Colmenares y Tomás Zambrano. Fue la época del tigrilleo: pieles de tigre mariposo, perro de agua y caimán negro se comercializaban en grandes cantidades. La selva olía a mortecino. Sobre esta historia se cultivó la coca y cuando la coca bajaba de precio y los colonos se rebuscaban con el oro, la selva olía a azogue. Se encontraron ricos yacimientos en Naquén y en Taraira. Cientos de mineros con draguetas, motores, dinamita, picos y palas entraron a esos cerros a rebuscarse, destrozándolos. Los garimpeiros —mineros brasileños— se sumaron a la nueva bonanza con grandes máquinas. El Gobierno colombiano no dijo ni pío. Dejó que la mina corrida destrozara lo que encontrara a su paso. Y cuando entró, sacó a los mineros pequeños y concesionó los territorios a grandes empresas mineras, una de las cuales, se dice, es de don Víctor.
 
Hoy la mitad de los departamentos del Guainía y Vaupés están solicitados por grandes multinacionales. Han descubierto con el beneplácito —y sin duda, información— del Gobierno colombiano que esa gran región es una riquísima mina de oro, bronce, cobre, uranio y coltán. La codicia se ha disparado y no conoce límites. Lo grave, lo verdaderamente grave, es que esa zona es casi toda de resguardos indígenas, donde legalmente la minería de cualquier tipo es posible y, por tanto, puede ser autorizada por el Gobierno. Son territorios de minería indígena donde las comunidades nativas pueden hacer sociedades de explotación con las grandes multinacionales (los acuerdos serán como los que hizo cualquier Hernán Cortés con los Moctezumas). La locomotora arrasará con todo recurso minero de valor; dividirá a muerte a las comunidades indígenas; destrozará ríos, humedales, morichales; exterminará tigres, dantas, güíos y tucanes, e impondrá su poder político y cultural: no quedará un chamán que sepa del pasado. Nada de lo que hasta ahora sucedió en ese confín —caucho, coca, biblia, ropa, sal, armas de fuego, mercurio, transferencias, regalías— será comparable a la brutalidad civilizadora que desplegará la nueva infernal máquina de exterminio. Quien no conoció la región se quedará sin saber que existió.
 
Alfredo Molano Bravo