Esperemos que la fiscal Bensouda se sacuda de la complacencia y evite que semejante sueño de justicia se reduzca a la insignificancia.Ayer, primero de julio, se cumplieron 10 años de la entrada en vigencia de la Corte Penal Internacional y, ciertamente, el balance no puede ser más preocupante.

La Corte está en crisis, no tiene recursos, carece de respaldo político y ha perdido su credibilidad, especialmente después de que la orden de arresto emitida en el 2010 contra el presidente de Sudán, Omar Al Bashir, por genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad en Darfur se quedara en el vacío, luego de que su gobierno apoyara la intervención de la Otan en Libia.

La Corte Penal Internacional materializa un anhelo de justicia ansiosamente esperado. Mucho antes de la creación de las Naciones Unidas, después de la guerra en los Balcanes, en 1913, el Carnegie Endowment for International Peace propuso la figura de la jurisdicción internacional permanente. La idea tomó fuerza, y para 1919, en el tratado de paz de Versalles, se contemplaron provisiones sobre la responsabilidad penal individual por ciertos crímenes de guerra. Sin embargo, solo con el establecimiento de los tribunales penales militares ad hoc de Nuremberg y Tokio y la definición de los crímenes clásicos, se generó el ambiente para retomar el propósito de establecer un tribunal penal internacional de carácter permanente.

El consenso era tan claro, que la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, de 1948, reconoce en el artículo 6o. la posibilidad de que las personas acusadas de genocidio puedan ser juzgadas por "la Corte Internacional".

En efecto, en 1950, la Asamblea General nombró un "comité sobre jurisdicción criminal internacional", que presentó un primer borrador del estatuto en 1951 y su versión corregida en 1953.

Desafortunadamente, las discusiones se paralizaron en 1956 ante la imposibilidad de llegar a una definición del crimen de agresión. El asunto se pospuso por décadas, hasta el final de la Guerra Fría.

Ciento veinte delegaciones de 148 votaron en favor del Estatuto de Roma, en el marco de la Conferencia Diplomática, en 1998. Fue casi un acto de rebeldía contra los poderes que mantienen en veto al Consejo de Seguridad. Se ponía fin al monopolio de los Estados nacionales para investigar y acusar a los responsables de graves violaciones de los derechos humanos.

El 11 de septiembre del 2001, el Estatuto estaba cerca de alcanzar las 60 ratificaciones necesarias para entrar en vigor, cuando el mundo se sacudió con los ataques terroristas en Nueva York. Pocos días después, se declaraba la 'guerra contra el terror' y, con ello, se suspendía todo compromiso con los principios más básicos del derecho internacional, empezando por la prohibición de la tortura y los fundamentos del debido proceso en la captura de sospechosos.

Frente a Guantánamo o las inexistentes armas de destrucción masiva, la Corte no se pronuncia. De hecho, ha reducido su margen de acción al África. Cuenta en su haber una sola condena, contra Thomas Lubanga, un señor de la guerra de poca monta, y avanza en los procesos contra el exvicepresidente del Congo Jean Pierre Bemba y el expresidente de Costa de Marfil Laurent Gbagbo. Ni una palabra sobre Irak, sobre Afganistán o sobre Colombia, debido a las grandes presiones para evitar que la Corte actúe por fuera de la supervisión y el mandato del Consejo de Seguridad, que le dio vía libre para investigar el caso de Libia con una cláusula que le impide examinar los desafueros de las tropas extranjeras.

El saliente fiscal Luis Moreno Ocampo redujo a la Corte a sus pronunciamientos cuidadosos de quedar bien con todo el mundo. Esperemos que la fiscal Bensouda se sacuda de la complacencia y evite que semejante sueño de justicia se reduzca a la insignificancia.

Natalia Springer

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