En el Cauca, Gobierno tras Gobierno, año tras año, la historia se repite y siempre como tragedia. En el Cauca confluyen todos los ingredientes del conflicto armado (lucha por la tierra, desigualdad, inequidad, exclusión, discriminación, pobreza extrema, falta de oportunidades, concentración de la riqueza, guerrillas, bacrim, mafias, cultivos ilícitos, minería ilegal…) y ha quedado en evidencia, una vez más, el fracaso del Estado —y la inutilidad de su clase política— para solucionar o al menos conjurar en parte sus problemas históricos.
En el Cauca, territorio ancestral de indígenas y negros, y donde sobreviven estructuras coloniales como la hacienda, el Estado ha sido tradicionalmente aliado de los terratenientes, de los poderosos, y sus relaciones con esas comunidades han sido por lo general conflictivas. Por eso la fuerza pública es percibida por ellas como un factor más generador de violencia, como un actor que en su afán de derrotar a las Farc —que allí nacieron y tienen su retaguardia estratégica—, de recuperar el monopolio de la fuerza y el control territorial, desborda a veces sus funciones y viola los derechos humanos. Y es que en el Cauca se registra la mayor degradación del conflicto, la tendencia creciente de los actores armados a utilizar a la población civil como estrategia de guerra. Por eso el rechazo a la fórmula militar como solución, que ha probado ser ineficaz, ineficacia que se explica en parte porque la fuerza pública no ha logrado acercarse a las comunidades y ganar su confianza, porque insiste en ver a los indígenas como sospechosos de ser aliados de la guerrilla.
Aunque existe consenso entre las comunidades y analistas de que para superar el conflicto se necesita mucho más que soldados y tanquetas, el Gobierno insiste en privilegiar la fórmula militar. Pero la creciente militarización ha encontrado resistencia de la población que, como se ha visto en los últimos días en Toribío y Miranda, no parece dispuesta a seguir tolerando la presencia de grupos armados en sus tierras y han desmontado trincheras de la Policía y el Ejército, y salieron a buscar a la guerrilla para decirle que la quieren fuera de su territorio, que quieren vivir en paz.
No quieren sus comunidades militarizadas, exigen respeto para sus cabildos, sus alguaciles, su autonomía, sus formas de gobierno… y líderes de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca sostienen que el objetivo es también expulsar a las bacrim y a los narcotraficantes, y sacar a aquellos de su propia gente que son milicianos de las Farc o informantes del Ejército. Rechazan la guerra porque son los civiles los que están atrapados en medio del fuego cruzado entre guerrilla y Ejército, los que ponen la mayoría de las víctimas. Rechazan la presencia de grupos armados en las 570.000 hectáreas de territorios colectivos. ¿Repúblicas independientes? No, dicen, y aseguran que respetan la Constitución y que no quieren separarse del Estado, pero exigen respeto y garantías, y reconocimiento. Que les permitan ejercer el control del territorio con la guardia indígena.
No hay que olvidar que el Cauca ha sido también el escenario de experiencias de resistencia indígena comunitaria, de movimientos sociales, de iniciativas de paz, de resistencia civil, de acciones no violentas que han demostrado logros. El Gobierno tendrá que oírlos, rectificar su mirada, su estrategia, atender sus demandas, oír sus propuestas y, sobre todo, cumplir lo que les ha prometido en materia de inversión social. Porque son muchos años de abandono, de mirar para otro lado. Y la gente ya no cree y no aguanta más.
Por: María Elvira Samper
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