La masacre de Marikana demuestra que, aún después del fin del apartheid económico, subsiste en Sudáfrica el apartheid político. «Con enorme tristeza, lloro junto a ustedes la pérdida de tantos colegas», declaró, el 13 de agosto de 2012, el presidente de Lonmin Plc. durante el duelo nacional proclamado en Sudáfrica. Los «colegas» son los 34 mineros negros huelguistas abatidos por la policía en Marikana, donde Lonmin, empresa con sede en Londres, posee una gran mina de platino. Los mineros estaban en huelga en reclamo no sólo de salarios más elevados sino también en protesta contra un insoportable sistema de explotación.

 
Lonmin, empresa que afirma con la mayor vehemencia que actúa con «honestidad, transparencia y respeto», consigue gran parte de su fuerza de trabajo a través de la contratación en comunidades alejadas de la mina, chantajeando a los trabajadores y enemistándolos entre sí. Y aunque su «código moral» proclama un «cero riesgo para las personas y el medio ambiente», en realidad resulta que el trabajo precario en esa empresa es causa de frecuentes accidentes mortales, a los que se agregan los graves daños que los desechos de la mina provocan al medio ambiente y a las condiciones sanitarias. La empresa incluso confisca el agua que usan los habitantes de la zona, quienes disponen del preciado líquido sólo durante la noche y este les llega además cada vez más contaminado.
 
Cuando 3 000 mineros realizaron una huelga no autorizada para bloquear el acceso a la mina, la empresa Lonmin los calificó, el 16 de agosto, de «huelguistas ilegales» y les presentó, basándose en una «orden del tribunal», «el ultimátum final», intimándolos a regresar inmediatamente el trabajo so pena de ser despedidos.
 
Para 34 de los huelguistas, el ultimátum fue literalmente final ya que murieron a manos de la policía en una acción que dejó además 78 heridos, esencialmente huelguistas que fueron golpeados por la espalda mientras trataban de huir. Cuatro días después, Lonmin anunciaba que «en Marikana la situación es de calma» y que un tercio de los 28 000 mineros había vuelto al trabajo.
 
El presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma (del African National Congres, ANC), ha nombrado una comisión investigadora que debe aclarar las responsabilidades por la masacre. Es evidente que alguien quería que se produjera la matanza. De no ser así no hubiese sido necesario enviar policías armados con fusiles automáticos contra manifestantes que sólo disponían de palos. No es difícil adivinar quién fue el comanditario oculto: los mineros fueron abatidos con balas de platino.
 
La industria sudafricana del platino –que cubre el 80% de la producción mundial de ese metal estratégico– se halla bajo el control de 3 transnacionales: Lonmin, Impala Platinum Holding y la Anglo American Platinum. La larga y dura lucha del ANC acabó con el apartheid, pero sus raíces económicas aún subsisten. Es por ello que la Liga de la Juventud del ANC reclama, a pesar de la opinión de los más altos dirigentes de ese partido, la nacionalización de las minas.
 
El problema va más allá de Sudáfrica y constituye un ejemplo de la existencia de un apartheid global mediante el cual poderosas élites económicas y financieras acaparan la riqueza que se produce con el trabajo y los recursos del mundo entero, excluyendo así de sus beneficios a la mayoría del planeta. Y cuando alguien se rebela contra ese poder, las armas enseguida se asoman bajo el manto de la legalidad.
 
No debe sorprendernos entonces que, en virtud de la ley H.R. 3422i del Congreso estadounidense, el equipamiento militar retirado de Irak y Afganistán se utilice en la cacería de trabajadores mexicanos que, ya explotados en las maquiladoras, tratan de entrar en Estados Unidos con la esperanza de ganar salarios más elevados. Para mantenerlos a raya tras el muro del nuevo apartheid se recurrirá a los drones [Aviones sin piloto o teledirigidos. NdT.] que acaban de ponerse a prueba en las guerras desatadas para favorecer los intereses de las mismas transnacionales.