“A cada cerdo le llega su San Martín”. El pasado 10 de mayo, en una sentencia sin precedentes en el ámbito Latinoamericano, la justicia guatemalteca condenó al dictador José Efraín Rios Montt, a 50 años de prisión por el delito de genocidio y 30 años por el delito de deberes contra la humanidad.
 

 
Guatemala, como gran parte de los países del continente Latinoamericano, vivió la tragedia de la guerra civil (1960-1996), las luchas insurgentes y sufrió las consecuencias de la aplicación de la llamada doctrina de Seguridad Nacional, que desde la Escuela de las Américas en Panamá, los Estados Unidos de Norteamérica impartieron a los sumisos militares de la región.
 
Entre 1970 y 1982, Guatemala fue gobernada por militares elegidos “democráticamente”. En las elecciones del 7 de marzo de 1982, la victoria fue para el general Ángel Aníbal Guevara, candidato del partido oficialista Frente Democrático Popular. Sin embargo, el general Fernando Romeo Lucas García (1978-1982) no pudo entregarle el poder; el 23 de marzo de 1982 un golpe militar derroca a Lucas García y asume una Junta Militar presidida por el general José Efraín Rios Montt.
 
Tres meses después, el general Rios Montt, aventajado alumno de la Escuela de las Américas, disuelve la Junta y se autoproclama presidente con el beneplácito de los Estados Unidos. La derrota de la dictadura somocista por parte del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) el 19 de julio de 1979 en Nicaragua, era una experiencia que no se podía repetir.
 
Al asumir el poder, el dictador Rios Montt, miembro de la secta religiosa Iglesia del Verbo, se presentó como el Mesías elegido por fuerzas sobrenaturales para derrotar a la guerrilla y dirigir el país contra la amenaza comunista y la hecatombe apocalíptica que según él, ella representaba.
 
En un año y cinco meses, el dictador Ríos Montt sembró a la pequeña Guatemala de terror. El 8 de agosto de 1983, el general Óscar Humberto Mejía Víctores, Ministro de Defensa, encabeza un golpe de estado, derroca a Ríos Montt y asume el poder. Treinta años después la justicia golpea a la puerta de Ríos Montt.
 
Para cumplir con su mesiánica misión, el dictador se apoyó en las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), grupos paramilitares creados entre 1981-1982, legalizados en 1983 a través del Acuerdo Gubernativo 222, coordinados por el Ejército Nacional, con la misión de involucrar a la población civil en labores de “autodefensa de las comunidades contra la guerrilla”.
 
La guerra civil en Guatemala dejó cerca de 200.000 muertos y desaparecidos, gran parte de ellos indígenas. Y precisamente la condena de Rios Montt es por los crímenes de 1.771 indígenas Ixiles, cometidos por el Ejército, en el departamento de Quiché, noroccidente del país en límites con México, durante su mandato.
 
La condena de Rios Montt no es un asunto aislado. Debe tenerse en cuenta la importancia de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), establecida en el Acuerdo de Oslo suscrito el 23 de junio de 1994 bajo cuatro “fundamentos inspiradores”:
 
“1. El primer fundamento inspirador del mandato es la necesidad de satisfacer el derecho del pueblo de Guatemala a conocer plenamente la verdad sobre lo ocurrido durante el enfrentamiento armado (Acuerdo de Oslo, Preámbulo, par. 2; Acuerdo sobre las Bases para la Incorporación de la URNG a la Legalidad, punto 18; Acuerdo de Paz Firme y Duradera, punto 4).
 
2. Un segundo fundamento es la esperanza de que el conocimiento del pasado contribuya “a que no se repitan estas páginas tristes y dolorosas” de la historia de Guatemala. (Acuerdo de Oslo, preámbulo, par. 2; Acuerdo sobre las Bases para la Incorporación de la URNG a la Legalidad, punto 18). En otras palabras, las Partes del Acuerdo concibieron que no es posible construir una paz firme y duradera sobre la base del silencio sino sobre la base del conocimiento de la verdad.
 
3. Un tercer fundamento del Acuerdo es la necesidad de fortalecer el proceso de democratización (Preámbulo, par. 2; Acuerdo de Paz Firme y Duradera, punto 4), contribuir “a sentar las bases para una convivencia pacífica y respetuosa de los derechos humanos entre los guatemaltecos” (Preámbulo, par. 4) y “promover una cultura de concordia y respeto mutuo” (Preámbulo, par. 5).
 
4. Por último es de enorme importancia, como fundamento inspirador del mandato de la Comisión, la necesidad de eliminar “toda forma de revancha o venganza” (Preámbulo, par. 5), que la Comisión ha considerado como uno de los criterios orientadores de su trabajo.”
 
En ejercicio del mandato “para esclarecer con toda objetividad, equidad e imparcialidad las violaciones a los derechos humanos y los hechos de violencia que causaron sufrimientos a la población guatemalteca, vinculados con el enfrentamiento armado”, sobre las raíces históricas del enfrentamiento armado interno, la CEH:
 
“concluye que la estructura y la naturaleza de las relaciones económicas, culturales y sociales en Guatemala han sido profundamente excluyentes, antagónicas y conflictivas (…). Desde la independencia, proclamada en 1821, acontecimiento impulsado por las elites del país, se configuró un Estado autoritario y excluyente de las mayorías, racista en sus preceptos y en su práctica, que sirvió para proteger los intereses de los restringidos sectores privilegiados. Las evidencias, a lo largo de la historia guatemalteca, y con toda crudeza durante el enfrentamiento armado, radican en que la violencia fue dirigida fundamentalmente desde el Estado, en contra de los excluidos, los pobres, y, sobre todo, la población maya, así como en contra de los que luchaban a favor de la justicia y de una mayor igualdad social.” (322)
 
“Después del derrocamiento del Gobierno del coronel Jacobo Arbenz en 1954, tuvo lugar un acelerado proceso de cierre de espacios políticos, inspirado en un anticomunismo fundamentalista, que anatematizó un movimiento social amplio y diverso, consolidando, mediante las leyes, el carácter restrictivo y excluyente del juego político.” (323)
 
En su informe, la CEH muestra cómo el gobierno de facto del general Ríos Montt y el Ejército bajo su mando magnificaron de manera engañosa la amenaza guerrillera con el fin de justificar la peligrosidad del “enemigo interior”:
 
“La CEH concluye que el Estado magnificó deliberadamente la amenaza militar de la insurgencia, práctica que fue acreditada en su concepto de enemigo interno. Incluir en un solo concepto a los opositores, demócratas o no; pacifistas o guerrilleros; legales o ilegales; comunistas y no comunistas, sirvió para justificar graves y numerosos crímenes. Frente a una amplia oposición de carácter político, socioeconómico y cultural, el Ejército recurrió a operaciones militares dirigidas a aniquilarla físicamente o amedrentarla por completo, a través de un plan represivo ejecutado principalmente por el Ejército y los demás cuerpos de seguridad nacional. Sobre esta base, la CEH explica por qué la vasta mayoría de las víctimas de las acciones del Estado no fueron combatientes de los grupos guerri­lleros, sino civiles.” (329)
 
El delito de genocidio fue incorporado por el Código Penal de Guatemala en 1972, conforme a la definición de la Convención Internacional para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada el 9 de diciembre de 1948: “consiste en interpretar una serie de hechos de violencia que se cometieron con la “intención” de “destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. No es necesaria solo la eliminación física de dicho “grupo humano”, sino incluye la violación sistemática de las mujeres como forma de tortura y ofensa a la identidad de dicho pueblo, el desplazamiento forzado, la destrucción de sus viviendas y cosechas, así como de elementos de identidad étnica, trajes, utensilios de hogar, sitios sagrados, prohibición del uso del idioma, etc.”
 
El informe de la CEH en sus Conclusiones y Recomendaciones destaca:
 
“Especial gravedad reviste la crueldad que la CEH pudo constatar en muchas actuaciones de agentes estatales, especialmente efectivos del Ejército, en los operativos en contra de comunidades mayas. La estrategia contrainsurgente no sólo dio lugar a la violación de derechos humanos esenciales, sino a que la ejecución de dichos crímenes se realizara mediante actos crueles cuyo arquetipo fueron las masacres. En la mayoría de las masacres se han evidenciado múltiples actos de ferocidad que antecedieron, acompañaron o siguieron a la muerte de las víctimas. El asesinato de niños y niñas indefensos, a quienes se dio muerte en muchas ocasiones golpeándolos contra paredes o tirándolos vivos a fosas sobre las cuales se lanzaron más tarde los cadáveres de los adultos; la amputación o extracción traumática de miembros; los empalamientos; el asesinato de personas rociadas con gasolina y quemadas vivas; la reclusión de personas ya mortalmente torturadas, manteniéndolas durante días en estado agónico; la abertura de los vientres de las mujeres embarazadas y otras acciones igualmente atroces constituyeron no sólo actos de extrema crueldad sobre las víctimas, sino, además, un desquiciamiento que degradó moralmente a los victimarios y a quienes inspiraron, ordenaron o toleraron estas acciones.” (72)
 
Entre 1991 y 1996, el gobierno de Guatemala y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) suscribieron doce acuerdos con la intención de solucionar pacíficamente el conflicto armado interno. El 29 de diciembre de 1996 firmaron el último de ellos, llamado “Acuerdo de paz firme y duradera”.
 
Las consecuencias de la histórica sentencia permitirán valorar qué tan firme y duradera es la paz de Guatemala. Ya en la lectura del fallo se enfrentaron los sectores polarizados de la sociedad guatemalteca: los seguidores del alucinante dictador que consideran que gracias a él se derrotó la amenaza comunista y exigen anular la sentencia, entre los que se cuenta la cúpula empresarial, agroindustrial y financiera y  las víctimas que claman justicia.
 
Para la defensa del dictador, éste “le ganó la guerra a la subversión y los personajes que manipularon el juicio representan a los comunistas internacionales. Es una venganza.”
 
La sentencia deja al descubierto el papel del actual presidente de Guatemala, para variar, general Otto Pérez Molina, entonces con el grado de mayor, señalado de coordinar el incendio y saqueo de comunidades indígenas.
 
Y frente a la situación del conflicto armado colombiano, la sentencia nos lleva a innumerables reflexiones y similitudes, a pesar de que se trate de procesos diferentes: la coexistencia de Ejército y paramilitares, la degradación moral de las partes en conflicto, la necesidad urgente de una Comisión de la Verdad, el imperativo ético de que haya justicia y por supuesto que a cada cerdo le llegue su San Martín.
 
José Hilario López Rincón
Abogado Corporación por la Dignidad Humana

Edición N° 00351 – Semana del 17 al 23 de Mayo de 2013