Las noches cordilleranas te golpean con ráfagas de hielo azul, te escarchan la mirada y erizan la piel en medio de la oscuranta; hasta que el rocío empieza a bañarse de sol, breve y distante, pero preñado de luces rosas. Y nuevamente la noche que se desploma sobre las laderas del río cercenándote la mirada, sin prisa, pero implacable.

 

No hay noches como las noches pewenche, debe haber pensado Nicolasa mientras se le escapaba la vida por la garganta entre las vetas turquesa del río. Porque la muerte se le apareció de pronto, sin aviso alguno, como a veces sucede entre los ventisqueros de la montaña. Traicionera se asomó, porque Nicolasa no merecía morir nunca, si apenas recién comenzaba a vivir con sus mil años mapuche a cuestas, enfrentando casi sola a transnacionales, gobiernos y policías.

 

Es que Nicolasa Quintreman no le temía al poder, y en su mirada negra como la noche se dibujaba el desprecio por el conquistador que terminó matándola de angustia y furia en el lago artificial creado por la represa Ralko. Ella luchó contra su construcción, contra los gobiernos de la Concertación que se alinearon con los empresarios y con la transnacional española Endesa. Porque Nicolasa no le temía al poder, ni a la nieve, ni a las alturas montunas. Por eso ella murió de vida y, quien sabe, tal vez hay ángeles de río que la asieron tiernamente de sus manos mapuche para llevársela al fondo de la tierra, pues Nicolasa era mapuche de tierra y río. Tenía más poder que el mismísimo poder.

Pero eso nunca jamás lo entenderá la elite chilena, caucásica a la fuerza, racista de vocación, porque nació negando su propia indianidad. Así, recurrieron a la violencia para colonizar a los mapuche, reducirlos, dispersarlos, desterrarlos, minimizarlos, evaporarlos. Es que les molestaban los indios, porque les recordaban que ellos –chilenos mestizos aspirantes a europeos– eran producto de la violación hispana. En lugar de soliviantarse en contra de aquella brutal agresión, en vez de defender a su madre india mancillada por la esperma colonizadora, optaron por la genuflexión ante el conquistador. Prefirieron repudiar a la madre, a la madre tierra, y para ello incoaron la guerra contra el pueblo mapuche a mediados del siglo XIX e inventaron la eufemísticamente denominada “Pacificación de la Araucanía” con la finalidad de obliterar la mapuchidad. De asesinar, de torturar, de violar, de usurpar territorio ancestral mapuche.

 

La Pacificación no fue pacífica, sino que brutal, por eso cuando la ministra secretaria general de gobierno Cecilia Pérez evoca aquella ocupación militar y manifiesta su intención de re-editarla, se me aprieta el pecho, escarabajea la garganta y  turba el corazón. Cuando el ministro del Interior Herman Chadwick se irrita e indigna cuando el tribunal Oral en lo Penal de Angol absuelve de todos sus cargos al werken de la comunidad Wente Winkul Mapu, Daniel Melinao, borbotean angustiados los recuerdos del periodo dictatorial donde el general Pinochet impartía la justicia de la muerte, es decir la injusticia. Cuando el fiscal Luis Chamorro señala ofuscado que no hubo una dedicación intelectual continua e ininterrumpida de los jueces del Tribunal y por ello se habría absuelto al comunero mapuche, me asaltan tenebrosos los cadáveres  del racismo que asoman más vivos que nunca. Es que los asertos de estos representantes de la clase dominante chilena nada tienen de novedoso, aquí existe una continuidad histórica, peligrosa y espeluznante.

La mal llamada  Pacificación de la Araucanía constituyó un cúmulo de atrocidades que encuentran su símil en la actualidad, aunque modernizadas y sofisticadas. El historiador Tomás Guevara relata cómo “los estravíos [sic] de las autoridades, particularmente de las militares, llegaban a un límite en que la crueldad aparece mucho más refinada. Sin forma de proceso, se fusilaba en las cercanías de los fuertes o poblaciones a los indios autores de algún salteo o robo de animales. Muchas veces estos fusilamientos se hacían, por falta de investigación minuciosa, en simples cómplices o encubridores. Los individuos de tropa violaban a las mujeres e hijas de los indios y robaban los cementerios i [sic] las habitaciones, que reducían a veces a cenizas”. Tal vez la violencia racista no posea hoy las expresiones espantosas de esa época, pero los niños aterrorizados en los permanentes allanamientos a las comunidades no conocen de comparaciones históricas. Su llanto es el mismo llanto de ayer y el de ayer el mismo de hoy. Recientemente, en allanamiento a la comunidad de Chequenco, en la zona de Ercilla, la policía baleó al comunero mapuche Darío Marín, de tan solo 11 años, quien resultó con siete balines en brazo, pierna y espalda. También fue herida Sandra Millacheo de 19 años, con impactos en las piernas.

 

La acción fue justificada sin vergüenza por el general de Carabineros Iván Bezmalinovic, para quien sería “difícil distinguir quiénes son los menores y los adultos en medio de un ataque armado en la oscuridad”. ¡Mayor razón aún para no disparar a diestra y siniestra si no se sabe a quién se le dispara y quien puede resultar herido en medio de la oscuridad! Por lo demás, no se sabe si realmente existió un ataque, puesto que estos supuestos ataques raramente son probados, por el contrario, en territorio mapuche abundan los montajes policiales para inculpar a mapuche de delitos que jamás cometieron. En suma, en el País mapuche hasta los niños se han convertido en objetivos militares, y es en este marco que se inscribe la insólita detención hace pocos días de nueve niños mapuche de la comunidad Liempi Colipi, cercana a Curacautin. Uno de estos niños tiene tan sólo 3 años de edad.

 

La comunidad intentaba recuperar el Fundo Santa Filomena, de 600 hectáreas, que los mapuche consideran usurpado por colonos. Y los descendientes de dichos colonos son apoyados por el ministro de agricultura, Luis Mayol, quien dice entender que los agricultores se armen para defenderse de posibles atentados. A los mapuche que recurren a la acción directa para defenderse de la policía y de agricultores, se les aplica la Ley anti-terrorista ¿Por qué no se aplica esta Ley al ministro Mayol o a Carabineros que asesinan mapuche? Después de todo, la ira mapuche tiene sus raíces en el despojo y la represión del Estado chileno, así como de los colonos. Es lo mismo que consignaba Guevara en el siglo XIX al comprender la furia mapuche, porque  “este encono profundo se orijinaba [sic] de las crueldades incalificables de que los civilizados venían haciendo víctimas a los indígenas desde el último alzamiento. El poblador inculto de los campos de la frontera, de ordinario a un nivel moral inferior al indio, era su encarnizado enemigo: le arrebataba sus animales, hería o mataba cuando podía…”

 Poco ha cambiado en esta centuria, por ello en un rincón de Valparaíso pensé, con la misma rabia mapuche, que había llegado el tiempo de los esfuerzos por hilvanar unas cuantas palabras que ni Pérez, ni Chadwick ni Chamorro leerán, y si lo hicieran, seguramente no les importarían. Pero quizás sirvan para que los mapuche sepan con cristalina certeza que no todos los chilenos somos iguales y que muchos nos emocionamos con el coraje de Nicolasa Quintreman que, tal vez iluminada a golpes de relámpagos azules, otea el horizonte mapuche adivinando visos de libertad.

Dr. Tito Tricot Sociólogo Director
Centro de Estudios de América Latina y el Caribe-CEALC

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