Foto: Centro Nacional de Memoria Histórica
Por momentos parece que el país hubiera naturalizado el desplazamiento. Es raro pensarlo porque el número es altísimo: son seis millones y medio de desplazados. Casi como si pusieran a deambular de un lado a otro a la población de Medellín, Cali y Barranquilla juntas. Pero pasa. De hecho, las instituciones tampoco habían hecho mayor cosa hasta hace relativamente pocos años. Ahora, en tiempos donde la verdad y la justicia se tienen que volver valores primarios, empieza a haber esfuerzos de un lado y de otro para entender lo que ha dejado el paso de la guerra.
La situación se volvió tan grave que, en 2004, la Corte Constitucional declaró que la situación por la que pasaba la población desplazada era un Estado de Cosas Inconstitucional. Eso quiere decir que la condición de seis millones y medio de personas era abiertamente opuesta a los principios de la Constitución y las autoridades competentes, dentro de un plazo razonable, debían adoptar todas las medidas para superar esa contradicción.
Cinco años después de esa declaración, la Corte le ordenó al Gobierno, en 2009, que avanzara en materia de reconstrucción de la verdad. Sobre esa base, el Centro Nacional de Memoria Histórica se puso en la tarea de explicar, a través de una serie de informes, cuáles son las lógicas que han configurado el desplazamiento. De ahí salió “Una nación desplazada”, una compilación de cuatro libros que explica el desplazamiento desde distintas orillas.
Esa investigación, más que abarcar toda la complejidad del fenómeno, pretende sentar un precedente incómodo que haga pensar a la gente y a las instituciones sobre la magnitud de ese crimen. Que se entienda que no solo se trata de abandonar un número de hectáreas sino de arrancar una identidad. Que no fueron sacados por particulares sino que han sido víctimas de políticas de violencia sistemática. Y que, por lejano y aterrador que parezca, Colombia está al nivel de Siria, Congo y Sudán en materia de desplazamiento interno.
Hablamos con Juan Zarama, coordinador de uno de los informes de “Una nación desplazada”, sobre algunos de los temas esenciales que aborda el informe del CNMH.
La forma de entender el desplazamiento, como un crimen sistemático de esa magnitud, es en cierto sentido nueva. ¿En qué momento se define la dimensión actual del problema?
El informe hace una reconstrucción de algunos antecedentes del siglo XX, como la Violencia o el Frente Nacional, y retrata la evolución del conflicto para entender que no es algo reciente sino que era un tema que no se visibilizaba de manera suficiente. La Corte Constitucional dijo que desde los años ochenta se entiende la dimensión actual de la problemática. Ese es el punto de partida, que en parte responde al nacimiento de las autodefensas y todo lo que eso implicó.
Luego viene el año 1997, donde se crea la ley 387, que al menos puso una definición. Ahí también se crea un registro oficial del Estado, que, aunque tardaría muchos años, acabaría por robustecerse y terminaría en lo que hoy es el Registro Único de Víctimas. Pero el balance de la ley no es positivo. Aunque se expide en 1997, en 2004 la Corte dice que hay un Estado de Cosas Inconstitucional. Eso no se le puede atribuir solo a la ley, pero sí da cuenta de que no resolvió el problema del desplazamiento.
Uno podría decir que por fin las instituciones le pusieron cuidado al tema. Pero a la población, en general, le pasan todos los días desplazados por las narices y no parece que les afectara tanto.
A veces pareciera que hay ciertos hechos victimizantes que tienen más impacto en la sociedad que otros. Por ejemplo, el secuestro tiene un impacto grandísimo y se le atribuye más a los guerrilleros. Las masacres, por otro lado, han sido más de grupos paramilitares y, generalizando, en el imaginario de la sociedad colombiana muchas veces se condena más el secuestro que las masacres y el desplazamiento. Y eso nos lleva a la pregunta: ¿por qué tanto desconocimiento del tema?
Desafortunadamente, se desconoce sobre todo en las ciudades. El 87% de personas desplazadas del país vienen de zonas rurales: campesinos, indígenas, afros y población rural. Y, en ese sentido, no hay proximidad ni empatía en la sociedad con ese tipo de víctimas. El desplazamiento se empezó a conocer como personas que deambulaban por la ciudad, pero se desconocían los efectos de la guerra. El desconocimiento del desplazamiento es un reflejo del desconocimiento del mismo conflicto.
Se dice que perder la tierra es perderlo todo. Puede ser que la indiferencia provenga de no entender qué es “todo”. ¿Qué cosas se pierden con el desplazamiento?
Es perder la casa, la tierra, la actividad económica, la identidad. En últimas, esa población, que es más que todo rural, tenía unas formas ancestrales de vida campesina o unas formas ancestrales de vida con la tierra, como los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes. Al ser expulsados de sus territorios, cambia su forma de vida.
En el caso de los campesinos se produce una descampesinización, que es a la vez de la gente y del campo: al sacarlos, perdemos a las personas con esa vocación, pero también se pierde la tierra, que queda inútil sin ellos. Lo mismo ocurre con los grupos étnicos, pueblos indígenas o comunidades afrodescendientes.
Tomada de “Pueblo sin tierra”. Cortesía: Centro Nacional de Memoria Histórica
Más de un tercio de los desplazados son menores de edad. Y más o menos la mitad de esos son menores de doce años. ¿Cómo es la relación de un niño con la tierra y cómo puede cambiar cuando se desplaza de lo rural a lo urbano?
Por un lado, ese grueso de población de niños y adolescentes incluye también a los que nacieron en desplazamiento. Es una población que ha nacido en medio del proceso. Por otro lado, en general, estos niños y niñas que fueron expulsados con sus familias no van a tener ese vínculo con la tierra, con la vocación campesina, indígena o afro que pudieron haber tenido. Ellos suponen el mayor reto de la política pública para ver qué va a pasar con el futuro del país. Ahí hay un grueso de población, sobre todo de adolescentes, que podrían estar en el perfecto escenario para caer en reclutamiento por parte de grupos armados, en prostitución, en el tráfico de drogas…
¿Cómo se reconfiguran, en ese sentido, los escenarios urbanos a partir del desplazamiento?
Está el caso de Buenaventura, que es uno de los emblemáticos de desplazamiento intraurbano. Ahí se ve la reconfiguración de los espacios a partir de los intereses económicos que han generado expulsión de la población. Y ahí se ve perfectamente un ejemplo del choque entre la política de desarrollo y la política de guerra. Por una parte está la Alianza del Pacífico, y esa es una gran apuesta de la política de desarrollo, pero por otro lado están las ‘casas de pique’, la militarización y toda esa violencia en los barrios donde está el nuevo puerto. Al crear esos incentivos económicos se disparan los índices de violencia.
En el informe, ustedes ponen el caso de Buenaventura en un paralelo con el Catatumbo, que sería el ejemplo de reconfiguración rural. ¿Qué cambia en un escenario rural?
El desplazamiento rural lo que nos muestra son esos distintos sectores económicos que han avalado ciertas prácticas violentas contra la población. En el Catatumbo, por ejemplo, estaba el interés por el petróleo, la coca, las fumigaciones, la palma y la minería. Iban pasando cada uno de esos sectores en cada momento histórico y dejaban muerte y desplazamiento. Ese caso sirve para ver que no solo las prácticas ilegales, como el narcotráfico, causan desplazamiento, sino que las industrias minera y palmera también expulsan gente.
En el resto del país ¿tras de qué han ido los victimarios?
El tema de acumulación de poder y riqueza sí es transversal a las regiones y a los periodos históricos. Y el informe, en ese sentido, quiere luchar contra esa idea de que el desplazamiento es un efecto colateral de la guerra. Hay que ver por qué había disputas por la tierra y a qué intereses obedecían.
¿Y cómo va ahí la responsabilidad del Estado?
Más allá de hablar de una intervención directa, que podría darse en ciertos casos, como en escenarios donde hubo parapolítica, hay que hablar de que las políticas de desarrollo muchas veces desconocen lo que está pasando con la guerra. Por un lado hay desplazamiento y despojo, pero, por otro lado, se promueve, por ejemplo, la minería. Es como si fueran dos países diferentes: por un lado un país que busca combatir a los grupos ilegales y acabar la guerra, y, por otro lado, se promueven proyectos de inversión de sectores que las mismas víctimas han denunciado como causantes del desplazamiento.
Una de las víctimas del corregimiento de La Gabarra, en el Catatumbo. Foto: Centro Nacional de Memoria Histórica
En ambos informes sobre desplazamiento (interno y transfronterizo) ustedes marcan un cambio de etapa a partir de 2005, después de Justicia y Paz. ¿Qué cambió desde ese momento?
El conflicto se mueve a distintas partes. En el periodo de gran expansión del paramilitarismo, el norte del país fue donde más hubo intensidad de violencia y desplazamiento. Con la desmovilización, parece que el conflicto tiende a moverse hacia las zonas fronterizas, donde hay gran disputa por el control territorial, y hacia el Pacífico. Sí hay un movimiento geográfico en las zonas de expulsión.
Cambian también los hechos victimizantes. Las masacres, por ejemplo, no se cometen tanto como en el auge de los grupos paramilitares. Pero desafortunadamente también se debe a un aprendizaje por parte de los grupos armados, que saben que si matan cuatro personas es una masacre, pero si desaparecen uno ya no se reporta bajo ese rótulo. Entonces cambian las modalidades de violencia. Sí han bajado los niveles de expulsión, pero no han desaparecido. Sigue habiendo niveles de expulsión muy altos.
Ahora hay instituciones consolidadas, como la Unidad para las Víctimas, que encabezan toda la reparación a los desplazados. Pero esos procesos, que han sido largos y enredados, tienen inconformes a la mayoría de víctimas.
La política de restitución de tierras tiene un reto enorme. Hay críticas porque hay un nivel muy bajo de resultados. Lo que pasa es que es un proceso difícil y dispendioso, porque no es como la reparación administrativa, donde se reconoce a alguien como víctima y se le da su dinero, sino que hay que seguir un proceso judicial para la restitución de tierras. Los desafíos son muy grandes porque, por un lado, hay continuación del conflicto armado y, por otro lado, no se han sancionado a los responsables. Hay una altísima impunidad respecto al desplazamiento y al despojo de tierras.
Con esos precedentes, cómo hacer que la gente confíe en los procesos que vendrán para las víctimas.
Creo que va a tardar mucho tiempo. Hay una institucionalidad fallida respecto al tema de desplazamiento. Entonces en todo ese vacío institucional, por mucho que se traten de hacer esfuerzos hoy en día, la desconfianza es muy grande, así haya esfuerzos desde distintas entidades del Estado. La gente va a ser escéptica hasta que vea los resultados.
Pero hay otro tema que la sociedad y las mismas víctimas van a tener que asimilar eventualmente y es que hay cosas que ya son insalvables. Hay unos aspectos en los que no se puede volver a como se estaba antes. El país no puede volver a como si no se hubieran despojado tierras o si no se hubieran transformado las economías de ciertas regiones. Y en ese sentido el desafío está en cómo hacer para trabajar de aquí en adelante.
Por Juan José Toro Publicado octubre 15, 2015 En ABC
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