foto el http://elpais.com/

Mujeres artesanas de diversos grupos étnicos del Cauca, en Colombia, se han unido para conseguir ingresos propios e independencia. En sus creaciones plasman la cosmovisión e historia propia y de sus pueblos

 

Mochilas, bolsos o macutos indígenas. Quién esto escribe nunca se había fijado en ellos. Quizá, usted lector o lectora, tampoco. Un simple producto étnico más en cualquier tienda. Pero tras pasar unos días en Silvia, en el departamento del Cauca -tercera población con más población indígena de Colombia- estas prendas tejidas por las mujeres misak, nasa o mestizas del lugar, tienen ya significado. Y contenido. Mucho. Están repletas de historias personales, locales, ancestrales; de paisajes con ríos, montañas y plantas; de políticas, colonización, migraciones y violencias… Historias que allí resumen en una palabra: cosmovisión. Lo que sigue es la crónica de tal experiencia.

 

Los martes es día grande en Silvia (Colombia). Día de mercado. Y sus calles, coloniales, alrededor de una plaza, rebosan ya de madrugada de saludos y charlas, de trueques y ventas, del ajetreo de las chivas cargadas de mercancías y personas. Toda esquina de esta localidad de unos 35.000 habitantes, con seis grupos de población distintos, se vuelve paisaje puntillista, tan moteado queda de ponchos azules, anacos (faldas) y ruanas (ponchos) oscuras, de elegantes sombreros negros en fieltro o kuarimpotos de colores… Tal es la vestimenta tradicional de los indígenas misak o guambianos, mayoría en este lugar del departamento del Cauca, muy castigado por la violencia tras medio siglo de conflicto armado en el país. Esta fue antaño zona de despeje para el diálogo de paz y volvió una y otra vez a las andadas. Los términos FARC, ELN, Ejército o narcos, aún bien presentes.

Cuentan los oriundos que hubo un tiempo que muchos abandonaban todo, huían del lugar, y otros renunciaban hasta a sus preciadas casas de recreo en este lugar turístico y famoso por su clima más benigno. Zona guerrillera y del narco, subiendo la montaña, hay pueblos que hasta hace nada eran cual repúblicas independientes de su amo; bien difícil entrar, aún más salir. Lo que no se ve importa más que lo visible en este paisaje de trazo alpino (la suiza de América la llaman). Líneas divisorias. Sucede en toda Colombia.

A Silvia (a 2.620 metros) se accede a través de la Panamericana desde la capital, Popayán, una población de arquitectura colonial y tan religiosa que el nombre de un supermercado en el centro le va como anillo al dedo, Almacén de Tierra Santa, tal es el número de conventos, iglesias, claustros o símbolos religiosos. Su Semana Santa es de referencia. Popayán es vital para Silvia, claro está. Sobre todo por el factor educativo y sus universidades de altura. La más famosa carretera transcurre por aquí engarzada entre un paisaje de sierras que confluyen y se abren en valles abarrotados de verdes, de plantas autóctonas, de volcanes no tan lejanos que remiten a míticas cordilleras, al “cordón de fuego” del Pacífico, a historias de ríos que desembocan en el Amazonas y que nos cuenta Cristian Papamija, un taxista guía yanacona que lo sabe todo de la zona. Inmenso lugar.

“Desde allí, allá y allá”, va señalando, “bajan los y las indígenas; desde los territorios”. Son tierras antaño de terratenientes o similar recuperados por el Estado y cedidas para la vida, la ganadería y la agricultura. Las llaman resguardos. Habla Cristian de los buenos clientes que son los narcos para los campesinos, sí…: “Pero se pierden los cultivos autóctonos, acaban con las tierras de tanta producción y deforestación que generan”. Zonas de coca por aquí y hacia Cali (Valle del Cauca) hay muchas, asegura. De amapola aún, tierra adentro. “La hoja de coca se usa para multitud de cosas: vino, ron, harinas, jabones, cremas antidolor”. En los resguardos (una veintena en el país, seis de ellos en Silvia), habitan las distintas etnias: los totoró, los nasa, los kokonuco, ambalueños, kizwueños… Cada uno a su modo pelea desde ellos por poner a buen recaudo sus tradiciones, por quedar fuera del conflicto armado, por mantener viva su filosofía de la existencia, su esencia, su cosmovisión. Aquí llega por vez primera la palabra. Quedamos atrapados en ella.

Jacinta, de 39 años, es parte fundamental de EnRedArte, la red de tejedoras de La Casa del Agua

De la de los misak lo sabe casi todo María Jacinta Cuchillo Tunubalá, de 39 años, que es líder guambiana, historiadora, tejedora y artista. Una mujer menuda, afable, buena oradora, que ha recorrido un camino personal “a la inversa” del de la mayoría, según cuenta, dando a entender que tal mayoría abandona territorio y tradición con demasiada facilidad: “Muchos dicen que marchan por dificultad económica y falta de tierra, pero a mí no me parece, porque yo he preguntado a la gente mayor y antes se tenían diez o doce hijos y no se iba nadie. Buscan como la plata fácil. Otros sí, se van a estudiar pero no regresan, no se dedican a la tierra, dejan acá a la esposa e hijos y allá viven con otra. Y se han venido dañando mucho las relaciones, los matrimonios…”.

Cuenta que ella vivió “como mestiza mucho tiempo” y luego regresó a los orígenes de su familia. Y esa vuelta implica recuperar símbolos, ideología, política y hasta sentido de la vida, de la edad y el puesto y función de cada cual. El mercado, bien ordenado, con carteles señalizadores colgados en lo alto, aquí las frutas, aquí la carne, aquí las verduras, es lugar para comprar, ver y dejarse ver. Las últimas novedades circulan como las monedas. Jacinta se mueve hoy entre los puestos saludando a Ana Julia Cuchillo, Gertrudes Calambás. María Fernanda Quijano… Muchas son artesanas de La Casa del Agua, edificio municipal cercano. Manos Silvianas se denomina su grupo de tejedoras. Ellas y otras cuatro de cuatro municipios cercanos conforman EnRedArte con Identidad, un proyecto que sustenta la Cooperación Española a través de la ONG Codespa.

La Casa del Agua no es una casa cualquiera. Fue antaño residencia de narco famoso (Rodríguez Orejuela) que la bautizó El Paraíso; aún luce el cartel en la puerta. Y ha mutado en los últimos años en centro municipal y Agencia de Desarrollo Económico Local, con hermosas vistas al río Piendamó. La directora, Patricia E. Reyes, cuenta cómo ellos “apoyan, impulsan, articulan la actividad de las tejedoras”, en una red de etnias y culturas que convierten el lugar en iniciativa económica y de desarrollo integradora. Cuando se quedaron con el edificio empezaron a pensar en el nombre que le darían al lugar y se pidió a las mujeres de los cinco municipios que sugirieran opciones. Brotaron decenas de nombres en sus lenguas respectivas, de su cosmovisión… Pero no. “Luego les pedimos que pensaran en lo que todas tenían en común para conseguir la mejor denominación del lugar posible”, cuenta Patricia. Ellas anduvieron hurgando y hurgando hasta que de la reflexión y puesta en común surgieron páramos, lomas, montañas, riachuelos, ríos, agua… Y ahí hubo consenso. Agua es lo que todas tienen en común. “Algunos piensan que somos una embotelladora”, se ríe.

Allí mismo, en recinto acristalado, se encuentra el centro de exhibición de sus creaciones: mochilas, chumbes, ruanas, collares, mantas… El diseño y el etiquetado tienen valor añadido. “Pone quién lo hizo, a qué etnia pertenece, cual es el diseño (Aguacero es misak, Planta de la alegría es nasa) y con qué materiales y técnicas se ha elaborado: en crochet delgadito, con hilo guajiro, con lana virgen, tejido en telar vertical, a dos agujas o a mano. Un ovillo y con los propios dedos se las ve tejiendo hasta mientras caminan. Jacinta misma está aprendiendo ahora a hacerlo y va con la vista al suelo todo el tiempo.

 

Somos antiguos; desde que nació el mundo existíamos
Samuel Morales Cuchillo, historiador misak
En las tiendas del pueblo hay productos similares y más baratos. “El problema es que las artesanas no ganaban apenas nada vendiendo en los comercios, mientras que aquí, en el proyecto, su beneficio es directo. Además se las hace crecer, ellas mismas se desplazan a las ferias, aprenden a valorar su trabajo, a ser competitivas”, dice Patricia E. Reyes. El mercado local no es objetivo de este programa. Estas mujeres aspiran a ir más allá en un contexto en el que ella propios.

 

“Trabajábamos ya en el Valle del Cauca con afrodescendientes y buscábamos aquí un proyecto de indígenas que tuviera suficiente consistencia para impulsarlo y hacerlo crecer. Entonces nos hablaron de uno de desarrollo local, este en la Casa del Agua… Y al conocerlas quedamos enamorados de estas mujeres”, cuenta Kenia Ramos, delegada de Codespa, ONG que tiene a la AECID como primer financiador y lleva trabajando 18 años en Colombia. En su larga historia de organización con tres décadas de actividad por el mundo, y con el rey Felipe VI como presidente, han abandonado el apellido asistencialista al que remiten sus iniciales, asegura Ramos, para poner en marcha iniciativas más de corresponsabilidad. “Se trataba aquí de tejer en común desarrollo humano y económico, autoestima, ciudadanía, de romper barreras étnicas y compartir problemas. De poner un espejo de mujer indígena a mujer indígena”. Hoy EnRedArte vende sus creaciones, cada una con sus motivos y colores étnicos, con sus diseños personalizados y su cosmovisión, hasta en ferias internacionales.

Sandra Patricia Salazar es mestiza, de 39 años, y portavoz de la iniciativa. En su casa, calle arriba, en dirección al resguardo de Guambia, cuenta que en ella participan 5 municipios: Corinto, Jambaló, Silvia, Toribio y Caldono. “Pertenecer significa recuperar la identidad de cada comunidad, nasas, mestizos, kisgueñas… y de toda edad: a veces somos tres generaciones. Nos reunimos, trabajamos con productos naturales, buscamos tonalidades nuevas investigando con tintes y plantas…. Se inició el proyecto porque había tejedoras que eran explotadas. Esto empezó en Jambaló y yo me uní hace tres años y medio”. Manos Silvianas Tejiendo Identidad. Así lo define entre risas. Tejer le gustaba desde niña, su especialidad es el crochet, pero quería mejorar. “Jacinta me enseñó y me acompañó en todo el proceso de capacitación, y un diseñador nos enseña a plasmar los motivos de cada una de nuestras identidades en las piezas”. Sandra tiene guardada su primera mochila. La busca para mostrarla. Una preciosidad en tonos verdes que no piensa vender nunca, asegura.

 

La red tejedora tiene cinco grupos de momento pero la idea es aumentar y crecer también internamente. En Codespa explican que no es solo tejer lana lo que hacen estas mujeres en el proyecto, sino que se trata de empoderamiento: “Se les enseña derechos y obligaciones, autoestima, relaciones de género a través de talleres. Ver las transformaciones de las mujeres es muy lindo”. Hay condiciones y estatutos, eso sí: saber tejer, ser socio, no tener conflicto familiar. Esto último se resume así: que el marido no de problemas. También se trabaja con ellos. Muchos, dicen, se oponían y han recapacitado: “Sobre todo cuando hay ingresos”.

Sandra, confiesa, que ella misma ha crecido mucho en la Red: antes no hablaba nada de nada y ahora lleva la voz cantante. Su marido, Carlos Iván Calambas, es nasa y es fiscal del Cabildo indígena, eso quiere decir que debe servir a la comunidad. “Desde hace un año que no lo pasa conmigo”, susurra y cruza las manos cuando habla de él. “Los resguardos tienen su propia legislación, cada año cambian los cabildos y a él te tocó. Ahora le han dicho que igual le reeligen”. Parece disgustada. Porque por tal tarea no reciben compensación alguna, deben abandonar el trabajo. Así que Sandra es ahora quien saca adelante la casa y la familia, trabaja algunos días en un hotel y teje sin pausa. Quizá consiga becas indígenas para sus hijos.

Cuando subimos la montaña hacia el resguardo de Santiago vemos al otro lado del río que en el cementerio hay fiesta de enterramiento. Corren entonces la comida y la música. Samuel Morales Cuchillo tiene ya mucha edad misak, aunque no la confiesa. Es historiador y músico experto y canta y cuenta sobre ritmos guambianos, dialectos, cultura, territorios… de cómo no se les ha tenido en cuenta a los indígenas en los procesos de paz…. “Somos antiguos; desde que nació el mundo existíamos. Existíamos antes de los españoles y aquí seguimos. Somos auténticos de acá de nuestra tierra… “. Por él sabemos que distintas canciones acompañan las distintas etapas de la vida misak desde el nacimiento a la muerte y hasta la construcción de casa propia (baile de la chucha…).

Por el camino se ven familias misak, niños sucísimos, hay precariedad y pobreza en un entorno paradisíaco. No hay electricidad ni agua en la mayoría de las casas. Los hombres y mujeres en los porches oyen la radio, saben de los recientes atentados de París, preguntan sobre telenovelas; las adolescentes hablan de maridos, novios y novias, explican los colores de los hilos en los telares, presentes en toda casa misak: blanco es paz, rojo sangre, azul agua… Explican cómo se juntan las aguas de dos lagunas en el páramo de Guambia, territorio misak. De cómo ellos son hijos de ambas.

 

Ver galeria de fotos
 

fuetnte: http://elpais.com/elpais/2015/12/07/planeta_futuro/1449494111_203800.html