Al pequeño grupo de quienes impulsan la fase actual del modo de producción capitalista no le bastan las usuales estrategias de apropiación del plusvalor mediante la explotación laboral y la manipulación de la circulación de mercancías en el mercado. Y por ello ha recurrido a mecanismos de despojo y apropiación de los espacios territoriales más recónditos y, hasta hace algunas décadas, marginales en los que pueblos enteros se han recreado al cobijo de la madre tierra.

Ahí, en esos rincones del planeta, abundantes en minerales, agua y vida, los pueblos desplegaron su territorialidad y aprendieron a construirse un mundo propio con base en el trabajo colectivo que sintetiza los saberes ancestrales –despreciados por el saber técnico-, en lo que hemos llamado aquí configuraciones socioecológicas. De tal forma, la interacción entre esos grupos sociales y la madre tierra dio a luz repertorios socioculturales para la reproducción social que son únicos en su cosmos, corpus y praxis y que reclaman un futuro utópico en el presente.

Ya hemos señalado en otros escritos cuáles son los trabajos que pueden revisarse para comprender esas relaciones sociales y ecológicas y por qué constituyen una alternativa civilizatoria de frente al modo depredador y explotador de la sociedad burguesa y por ello no insistiremos. Sin embargo, sí queremos señalar que las luchas y las resistencias de esos pueblos, que devienen a escala microlocal, son el Heracles dando el golpe final a la hidra capitalista que ha bebido de su propio veneno, como señaló Marx en sus términos.

En cada territorio de nuestra Abya Yala existen miles de casos en los que las resistencias de los pequeños y las subalternizadas, de los explotados y las marginadas, asestan golpes fatales al capitalismo, a sus detractores en los gobiernos-trasnacionales y a sus expresiones sistémico-estructurales. Un magnífico ejemplo es el caso de las luchas de los pueblos de Colombia que se enfrentan al poder gamonal de la burguesía terrateniente conservadora y de los liberales tecnócratas que se han avasallado ante los corporativos trasnacionales. Ambos son cómplices del imperialismo yanqui que los aprovisiona con pertrechos militares para amedrentar a sus opositores. Empero, el poder ha encontrado su parangón en los pueblos de tez morena y oscura.

Con todos los ‘asegunes’ y claroscuros que se puedan apreciar e intuir en los procesos y las movilizaciones políticas –en las urbes y en las chagras-, los pueblos colombianos han sido capaces de abrir múltiples frentes por la defensa de su territorio, por la visibilización de los mecanismos de dominación colonial, por la autonomía en la que quepan muchos mundos y por la defensa y liberación de la madre tierra que da cobijo y alimento, sentido de pertenencia y proyección histórica.

Desde las luchas de las Dignidades (Agropecuaria, Papera, Cafetera, etcétera), de la Cumbre Agraria, de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), y del Coordinador Nacional Agrario (CNA), hasta los enfrentamientos asimétricos con el ESMAD que han tenido que sobrellevar los pueblos nasa en el Cauca, así como los procesos de construcción de territorio que se ven reflejados en los múltiples organismos del Consejo Regional Indígena del Cauca y la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, vemos claramente que las resistencias por la autodeterminación y la justicia en los que la madre tierra, al ser liberada, devuelve gallardía a sus hijas e hijos a quienes les ha venido amamantado con sed de paz pero también con hambre de dignidad.

La racionalidad extractivista y de desposesión que el poder intenta forzar en los territorios de los pueblos de Colombia, para escapar momentáneamente a la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, sin saberlo, ha delimitado su propio horizonte de posibilidad porque en los barrios populares del sur de Bogotá y en los poblados rurales del Macizo Colombiano se escucha un solo grito: “queremos poder para el pueblo”.

Mientras, en el Palacio, él tiembla, y reza su mantra “el tal campo no existe”. ¿Escucharon?

 

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Autor: Manuel Antonio Espinosa Sánchez

Fuente: Jornada del Campo