Para quienes me conocen cercanamente, para quienes trabajan a mi lado, es indudable que practico un compromiso total con la no violencia y que arriesgándolo todo, entregando mi vida, me dedico a la resistencia civil, en un país donde los intereses de los poderosos se imponen con violencia y grupos armados creen que se puede derrotar la violencia con violencia.
Quienes me conocen cercanamente saben con claridad que no soy de las Farc, porque discrepo de su estrategia, su línea política y sus métodos.
He discrepado pública y privadamente desde hace 18 años con la estrategia de las Farc que se centraba y se centra en el papel de la guerrilla convertida en ejército revolucionario, en torno al cual el pueblo puede tomar el poder y producir las transformaciones sociales y coloca en segundo plano la movilización de las masas populares. Esta concepción se ha demostrado completamente inaplicable a Colombia; incluso, anteriormente las propias Farc se hicieron más fuertes que otras organizaciones que confiaban prioritariamente en la acción militar y luego por razones que probablemente tienen que ver con la forma como fue masacrada la Unión Patriótica, las Farc pasaron a subestimar las luchas masivas del pueblo y se dedicaron al fortalecimiento militar como principal objetivo. Este error político se ha convertido en una tragedia para la lucha popular, ha permitido el fortalecimiento de la extrema derecha que se ha convertido en gobierno y no solamente ha fracasado en impedir el despojo de las tierras de cientos de miles de campesinos y afrocolombianos, sino que lo ha acentuado y ahora permite y hasta provoca el desplazamiento forzado de indígenas en varias regiones del país.
En la mayoría de Latinoamérica, son las movilizaciones multitudinarias de las masas las que han comenzado a provocar cambios y a cuestionar al neolberalismo, la dominación de las transnacionales y el latifundio. Incluso en un país donde el sector agrario tiene un peso proporcional mayor, como es Bolivia, las movilizaciones masivas tienen el papel principal. Se ha visto como allí como en Venezuela, los sectores sociales en conflicto dirimen sus contradicciones en el terreno de luchas masivas. En Ecuador las grandes masas han sido las protagonistas, tanto como en Argentina o en otros países y en cada sitio es el nivel de conciencia de las masas el que marca el resultado de sus caudalosas movilizaciones. En Colombia en cambio, el enfrentamiento militar ha sido la cortina tras la cual la extrema derecha ha podido masacrar el liderazgo sindical y campesino e imponer así la demolición del derecho laboral y la legalización del despojo de tierras.
A pesar de la tragedia que significó el exterminio físico de 3 mil de sus integrantes, la Unión Patriótica se había ganado el cariño del pueblo. La lucha por un acuerdo de paz democrática que abriera el paso a grandes expresiones populares, había ganado el corazón de la gente. Aunque era absurdo seguir exponiendo diariamente a senadores, representantes, diputados, concejales y líderes a la muerte, no debía confundirse la necesidad de esconderse de los asesinos y eludir su acción, con aceptar colocarse en el terreno en que el poder quería, en el camino de una guerra indefinida. Muchos partidos y movimientos revolucionarios o democráticos del mundo han tenido que pasar a la clandestinidad más completa o la semiclandestinidad, sin que por ello hayan pasado a la lucha armada. Han sido obligados a la clandestinidad pero han mantenido una acción no violenta centrada en organizar al pueblo y en movilizarlo por sus intereses vitales, que en ese momento eran para los colombianos detener el avance del neolberalismo, defender las conquistas laborales y sociales, las empresas del estado y conquistar una paz democrática.
Los acuerdos de paz de 1991 hubieran podido abrir el paso para que Colombia estuviera hoy en el rumbo de Latino América. Si esto no fue así se debió en parte a inconsecuencias de algunos de quienes los firmaron y al hecho de que algunos de ellos dejaron de luchar por el cambio social, pero se debió sobre todo a que el proceso no se continuó con acuerdos con las dos guerrillas más grandes, las Farc y el Eln. En negociaciones que se celebraron en Caracas parecía que había caminos de acuerdos, pero se frustraron. Aunque es obvio que la derecha, especialmente el latifundio, la narcopolítica y ciertos círculos transnacionales sabían que no les convenía para nada ese acuerdo y se dedicaron a impedirlo con el estímulo al paramilitarsmo y sus asesinatos y masacres, también es cierto que esas dos guerrillas no tenían una estrategia congruente con la búsqueda de acuerdos de paz, que les permitiera visionar la importancia decisiva de grandes movilizaciones de masas como verdadero eje de los cambios que necesitamos.
Esa concepción errada de las guerrillas produjo otros errores graves. La subestimación de las masas, su conciencia y su lucha llevó a las Farc a justificar y utilizar formas de guerra que golpearon al propio pueblo, como el uso de cilindros explosivos en centros poblados, contra el cual escribí hace unos años el artículo «Toribío atacado». El uso de rehenes civiles que años antes las propias Farc consideraran un método equivocado de lucha se convirtió en táctica central de las Farc, al extremo que un frente de las Farc llegó a desplazar a grupos indígenas Nukak para mantener unos secuestros. Desde hace varios años se registra que algunos de los asesinatos de líderes queridos por la gente o de activistas esforzados resultan siendo cometidos por las Farc y entonces en varios casos esos líderes y activistas ya no deben temer solamente a los paramilitares o a los poderes constituidos, sino a las Farc, lo cual ha afectado especialmente al movimiento indígena. ¿Cómo no va a rechazar la mayoría del pueblo estas actuaciones de las Farc? Esto que escribo aquí lo he dicho todos los días y en la medida que trabajo en las regiones con los indígenas y los campesinos he tratado de que se oiga, para ver si se produce un cambio en esas actuaciones, pero aunque a veces se atiende los reclamos de los indígenas, los problemas se repiten debido a las concepciones erradas que los causan.
Hago en primer lugar estas consideraciones estrictamente políticas, para resumir muy sintéticamente mi análisis sostenido y profundizado durante 18 años, sin que para ello tenga que acudir a mis compromisos personales de vida con la no violencia, que aunque son también esencialmente políticos, no tienen por qué se compartidos por quienes no comparten una fe y consideran que es válido hacer uso del derecho a defenderse de la violencia con violencia, ya que incluso jurídicamente actuar violentamente «en defensa propia» puede tener validez. Las guerrillas surgieron como defensa campesina frente a los asesinatos y masacres perpetrados por agentes del estado y los latifundistas, los paramilitares fueron constituidos con el pretexto de combatir la violencia de la guerrilla. El país se ha sumido en la cadena de las violencias y de ello se aprovechan los intereses creados, los gamonales políticos, las mafias y en especial el capital transnacional que va logrando imponer una legislación a su favor.
Desde 1994 opté por un compromiso personal con la no violencia como camino a seguir para contribuir al cambio radical de la sociedad y de las relaciones sociales. Renuncié bajo cualquier circunstancia a usar las armas para mi defensa y a propiciar su uso para la defensa de otros. Me deshice de dos revólveres de los que legalmente me doté cuando fui amenazado de muerte y se intentó asesinarme por pertenecer a la Unión Patriótica, renuncié a tener escoltas porque no quiero salvar mi vida a costa de la de otros. Terminé renunciando a cualquier rutina y a varias posibilidades laborales para evitar ser asesinado sin acudir a ningún arma. Creo desde entonces que la lucha radical por el cambio de social debe estar acompañada por el cambio radical de los métodos, por la renuncia completa a cualquier lucha armada, de manera que no solamente podamos decir que el fin no justifica los métodos, sino que el método radical de la no violencia sí puede conducirnos a lograr el fin de un cambio social realmente radical.
Como es público, es así como mantuve mi compromiso de lucha por un cambio social radical, que como enseña Carlos Gaviria, consiste en ir a la raíz y no creer que con maquillajes se pueden cambiar las cosas. No se trata de un cambio de gobierno para que la corrupción de la derecha sea reemplazada por otra. No se trata de un cambio de roscas, para que nuestros amigos gobiernen en vez de nuestros enemigos, demostrando «gobernabilidad», pero sin tomar medidas esenciales a favor del 80% más pobre. Colombia necesita cambios de fondo, en primer lugar en cuanto se refiere a la tierra y a las relaciones con las transnacionales. Y único el camino para lograrlos es desplegar la más amplia resistencia civil, la construcción de alternativas desde la base y la movilización civil masiva y decidida. Absolutamente todo lo que he hecho durante estos años, todos los días, es transitar por este camino en la medida de mis fuerzas y mi experiencia.
Estoy desde luego herido por las huellas de la tortura que sufrí en 1977 y también por 20 años de estar amenazado de muerte y perseguido por los sicarios. A veces pierdo la esperanza, especialmente cuando sé que alguno de mis amigos ha sido asesinado, entonces me pregunto por qué sigo acompañando la lucha de los indígenas y campesinos, por qué no renuncio. Pero nuevamente se enciende en mí la pasión por la gente que amo y que sé que tiene derecho a una vida digna, la pasión por unas relaciones sociales basadas en la solidaridad. No han matado mi cuerpo pero ahora me amenazan con matar mi palabra, abren mis cicatrices. Pero la palabra es semilla y está sembrada y sea lo que sea lo que nos hagan en cada campesino con su tierra, en los indígenas gestionando su territorio, en los afrocolombianos retornados a sus comunidades, en los habitantes de los barrios populares de las ciudades que podrán comer mejor después de la reforma agraria que al fin conquistarán, en cada familia de los asalariados que reciban al fin justicia para su trabajo, allí vivirá esa palabra y no la podrán matar.
Héctor Mondragón, 7 de septiembre de 2008.
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