Alcanzar el lugar de Estado número 194 en las Naciones Unidas significa reconocer a Palestina como Estado Miembro “de plenos derechos”. Y 181 es el número de resolución de la ONU con la que se aprobó el injusto y asimétrico plan de partición de Palestina en 1947 que se creó al Estado de Israel y se condenó a ser parias sin estado a los palestinos.
Y 242 y 338 son los números de las resoluciones con las que la ONU expuso la alarmante situación de las fronteras, sin ninguna capacidad para impedir el avance de Israel en la región. La ONU en 1974 ha reconocido a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como entidad representativa del pueblo palestino, pero no quiere oír hablar de un Estado palestino; tampoco ha tenido el gesto de reconocer como estado a la Autoridad Nacional Palestina (ANP), que es justamente lo que ahora está en discusión. Pero la cuestión no es sólo acceder a la estadidad, aunque por supuesto es preciso celebrar esta iniciativa, dado que son numerosos los asuntos de gran espesor que aún así quedarían pendientes.
Lograr el reconocimiento del Estado palestino en un organismo supranacional como la ONU es importante y seguramente sentará un valioso precedente internacional. Ahora bien: ¿qué cambia con esto en la condición de centenares de miles de palestinos? ¿Cuántos temas de gran peso político y humanitario se han tratado en organismos supranacionales (como la ONU o la Corte Internacional de la Haya) sin que se hubieran producido cambios favorables al desarrollo de una vida digna para los palestinos? El muro de la infamia sigue avanzando con la complicidad de las potencias “democráticas” de Occidente, los ataques sobre los territorios palestinos siguen su marcha y la crisis humanitaria es pavorosa.
El “Día Internacional de Solidaridad con el Pueblo Palestino” (29 de noviembre) designado por la ONU (Res. 32/40 B, 1977), ¿ha cambiado en algo la condición de ese pueblo? Una serie de informes solicitados por la ONU para establecer el número de víctimas y los responsables directos de los daños humanos y materiales ocasionados por guerras e invasiones, como el Informe Goldstone (producido el 23/09/2010, sobre el brutal ataque de Israel a Gaza en enero 2009) arroja resultados estremecedores. Pero, ¿han generado alguna penalización a los agresores, o logrado algún compromiso que trascienda el mero gesto ritual de establecer “internacionalmente” lo alarmante de la situación? No. Hay informes anteriores como el Mc Bride (1982/83, sobre la invasión de Israel a Líbano) que siguen sin condenar a los responsables. Entristece reconocer que en las Naciones Unidas han sido muy pocos los Estados miembro que tomaron seriamente las demandas reales de Palestina. Por eso, la actual encrucijada se presenta como una nueva oportunidad y son muchos los que ahora esperan un tratamiento más sensato y efectivo de esta lacerante cuestión. Quizás gracias a que varios estados latinoamericanos reconocieron a Palestina como estado soberano e independiente (fines de 2010 y principios de 2011), las cosas puedan cambiar. La expectativa es enorme, pero los antecedentes desfavorables no son menos formidables.
La pregunta de fondo, y que hace resonar los nombres de dos grandes intelectuales de la región: el palestino Edward Said y el israelí Michel Warschawski, sigue vigente: ¿podrán tantos acuerdos de paz, tantos tratamientos en entidades internacionales, cambiar la situación de los 9.395.000 millones de palestinos del mundo y especialmente la de aquellos que habitan en esos dos espacios “concentracionados” que son Gaza y Cisjordania (3.700.000); o los que viven en Israel bajo la identidad palestina (1.213.000); y los cerca de 5.000.000 de refugiados. Como Said y Warschawski lo plantearan repetidamente, sólo un Estado binacional, no la existencia de dos Estados, puede ofrecer la solución. Pero antes de pensar y evaluar si la solución es un Estado Binacional o Dos Estados -como se intenta establecer ahora en la ONU-, hay que tener en cuenta que todo este proceso debe ir acompañado de una toma de conciencia superadora de la “negación del otro” que impera a ambos lados. “Lo que se necesita ahora es un cambio de conciencia: los israelíes deben darse cuenta de que su futuro depende de cómo aborden y encaren valerosamente su historia colectiva de responsabilidad por la tragedia palestina. Y los palestinos, así como los demás árabes, deben descubrir que la lucha por los derechos palestinos es inseparable de la necesidad de crear una auténtica sociedad civil y democrática, y de explorar modos de comunidad secular que no ofrecen los “retornos” al judaísmo, al cristianismo o al islam característicos del fundamentalismo religioso contemporáneo” . De no mediar ese salto de conciencia ninguna solución será viable, sólo se construirá sobre la mentira y eso no conducirá a ningún lado. No puede haber reconciliación sin reconocimiento por parte de Israel, sus dirigentes y su población, de la injusticia cometida en contra del pueblo palestino; y el mismo ejercicio de memoria y construcción le cabe a estos últimos para empezar a pensar en cualquier reconocimiento estatal, pues de nada sirve condenar sólo el proceder de Israel dado que no es el único responsable de la situación desoladora imperante en Palestina, sin ánimo de minimizar el colonialismo del sionismo judío y no judío, en Israel y fuera de él. En palabras de Said, “hay que establecer un vínculo entre lo que les ocurrió a los judíos en la Segunda Guerra Mundial y la catástrofe del pueblo palestino; un vínculo que no se debe establecer sólo […] como argumento para demoler o disminuir el auténtico contenido tanto del Holocausto como de 1948. Ninguno de los dos sufrimientos es igual al otro; del mismo modo, ni el uno ni el otro justifican la violencia actual; y finalmente, ni el uno ni el otro se deben minimizar” […] “una conexión que permita ver que la tragedia judía ha llevado directamente a la catástrofe palestina, digamos que por “necesidad” […], no podemos coexistir como dos comunidades de sufrimientos independientes e incomunicadamente separados. El fracaso de Oslo ha sido planificar en términos de separación, la fría partición de pueblos en entidades separadas, pero desiguales, en lugar de percibir que la única manera por encima de un interminable toma y daca de violencia y deshumanización consiste en admitir la universalidad e integridad de la experiencia del otro y empezar a planificar juntos una vida en común” .
La tesis de los Dos Estados separados no prosperó en Oslo (1993) ni tampoco en Camp David (2000). ¿Lo hará ahora? Ese es el auténtico reto que enfrenta el tratamiento de este asunto en la ONU. Aquí, con todo, hay dos escollos que sortear: primero, la propia Asamblea General, donde se necesita conseguir los dos tercios de los votos; segundo el antidemocrático Consejo de Seguridad -donde EEUU ya anunció su veto, ratificado por el provocador discurso de Obama en la inauguración de la 66º Asamblea General. Por eso el panorama no parece ser alentador. Más allá del auspicio y la reivindicación de estos lugares como instancias políticas de comunicación y coexistencia internacional, como lo es (o debería ser) la ONU, el procedimiento en el que están embarcados los miembros de la Autoridad Nacional Palestina tiene que ir acompañado necesariamente (de un lado y del otro) de una política estratégica y efectiva para la región. No se puede seguir dejando la representación en manos de otros que dilaten ( o sigan dilatando) la solución del problema. Y esos otros no pueden seguir haciendo de la representación una paradojal “i-rrepresentatividad” al no proponer salidas que supongan acabar con el problema de la ausencia de Estado, las fronteras territoriales (una de las principales solicitudes en esta oportunidad es volver a las fronteras anteriores a 1967), los refugiados, el derecho al retorno, la liberación de los presos políticos, entre algunos de los más centrales asuntos irresueltos hasta hoy. Será significativo el tratamiento del reconocimiento en la ONU en tanto éste vaya vinculado a una política de compromiso hacia las problemáticas asociadas a Palestina como “Estado Miembro”, porque como País Asociado Observador -que es la categoría que tenía hasta ahora, otorgada por la ONU desde 1974- no se ha ofrecido ningún tipo de solución al drama cotidiano en Palestina.
Como decía Edward Said existe el derecho de narrar, pero ante todo hay que narrarse y para que el mundo entero y sus instancias representativas como la ONU “vean” a los palestinos es preciso que vean sus problemáticas a la cara y de fondo. No se trata solo de reconocer a Palestina como Estado 194 de la ONU; se trata de crear una política de solución de los problemas de los refugiados, de crear una política de desarrollo humano para Palestina, de tomar en serio una política que acabe con la debilidad estructural de ese Estado por nacer. De lo contrario seguiremos teniendo el mismo problema pero con diferente condición jurídica. Hasta ahora lo que hay es esto: un estado, que es un estado que ocupa un territorio de otro pueblo (Israel) y una población (palestinos) que sólo tiene la categoría jurídica de entidad política (la OLP) y no de estado. Si se logra el reconocimiento de Palestina como Estado pleno de derechos pero sin el acompañaniemto de una efectiva cooperación internacional que garantice y sostenga el desarrollo real de ese estado (una especie de Plan Marshall para Palestina, algo que en su momento se hizo para Europa), tendremos dos estados (Israel y Palestina), dos sujetos de derecho internacional, pero en condiciones profundamente asimétricas. La comunidad internacional, y especialmente las grandes potencias que ocasionaron la tragedia palestina, deben garantizar la viabilidad del Estado palestino en caso de que éste finalmente vea la luz del día. Pero este reconocimiento, sin política de desarrollo que lo sostenga y que permita la reconstrucción material y espiritual de ese pueblo, puede paradojalmente terminar por jugar en contra de sus heroicos y respetables anhelos de libertad, democracia y bienestar. Por eso es preciso no abandonar a Palestina más allá de esta instancia en el (des)concierto internacional.
– Mariela Flores Torres es Becaria Doctoral del CONICET (Argentina), doctoranda en la Universidad Nacional de Quilmes y Docente de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco. Colaboradora de Revista Acción.
ALAI
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