El último rastro de la masacre del Naya. Al parecer ni siquiera la extradición de los jefes paramilitares a los Estados Unidos fue suficiente para dejar en la impunidad la masacre del Naya. El terror y la violencia siguen reinando. La sangrienta incursión paramilitar que le cobró la vida a por lo menos 110 campesinos, en abril de 2001, conocida como la masacre del Naya.
Cuando Licinia se enteró de que los paramilitares iban a entrar al Naya, ella nunca lo creyó. Pensó que la espesa selva los protegería a ella y a su familia, y que el miedo de perderse en las inmensidades del Pacífico era más poderoso que el mismo deseo de dominar las minas de oro de la región.
Pero la espera para que eso ocurriera no fue demasiada. El hermetismo de los paramilitares aceleró la arremetida, como una estrategia contundente y más fuerte que la propia malicia indígena de Licinia.
“Estábamos ahí agachados, si levantábamos la cabeza decía que nos mataba. Estábamos muy asustados. Pero como la casa era de esterilla y tenía huequitos, desde ahí pude mirar un poco para afuera lo que estaban haciendo. Escuchaba sonar la motosierra y los gritos de Daniel Suárez con su esposa, Blanca Flor Risú, y los de sus primos Gonzalo Osorio y Humberto, que fueron asesinados, como lo hicieron con mi esposo horas más tarde”. Esto recuerda Licinia Collazos de ese 11 de abril de 2001, cuando los paramilitares llegaron a Patio Bonito y masacraron a cinco campesinos frente al restaurante donde ella trabajaba. Con voz entrecortada, como si su garganta hiciera gárgaras de lágrimas, cuenta que ni siquiera pudo guardarle duelo a su esposo.
Muchos niños que en ese entonces tenían alrededor de los 10 años, hoy recuerdan cómo al pasar por el camino real en busca de la salida hacia Santander de Quilichao o Timba, tenían que saltar los muertos, algunos de ellos sus familiares. Pasaban mirando cómo las mulas se llevaban entre sus herraduras la carne del cadáver descompuesto.
Cuando llegaron a la casa de Saul Dagua, ya en los adentros del Naya, el comandante de más de 300 paramilitares le dijo a Javier, un niño de 9 años que miraba con enojo y confusión lo que estaba pasando: “Pelao, vaya dígale a la gente que baje aquí a la reunión”.
“El niñito se fue corriendo y no sé cómo se encontró a Luis Ómar, un compañero afrodescendiente que recibió la noticia”, cuenta Enrique Fernández, víctima de la masacre del Naya. Al regreso Javier había cumplido con el mandado, sin embargo, sólo Luis Ómar llegó a lo que sería su última cita. Varios paramilitares le solicitaron una cédula que nunca cargó con él, en una región olvidada por el Estado. En una zona donde las escuelas fueron la tierra, el azadón y la marimba. “No la tengo”, dijo el negro. Esas fueron sus últimas palabras, hasta que varios paramilitares sacaron sus machetes y descargaron con toda su fuerza el filo de esta arma sobre su humanidad. El cuerpo inerte fue cayendo lentamente sobre la áspera tierra que se tragó la sangre, y casi sobre los pies de Javier, que miró con impotencia cómo este afrodescendiente murió siendo un esclavo de la guerra.
Una situación similar vivieron muchas familias durante los días en que las tropas de las Auc se demoraron en atravesar el Naya hasta llegar a El Saltillo, en donde se embarcaron en lanchas que les quitaron a los negros, y junto a las que muchos de ellos murieron ahogados más adelante, como un castigo del propio río Naya.
En el Naya las montañas mantienen su verde vital, imponentes sobre la vasta selva del Pacífico colombiano en las estribaciones de la cordillera occidental. En ellas miles de campesinos, indígenas y afrodescendientes, y los ríos Naya y Cauca, han sido testigos de la sangre derramada por muchos colonos. López de Micay, Suárez y Buenos Aires, Cauca, son la cabecera de esta región que se extiende hasta Buenaventura, Valle, el principal puerto marítimo del país. A sus alrededores hay mucho oro, agua, carbón y madera, pero también muchos fusiles que apuntan desde las montañas habitadas por guerrilleros, paramilitares y soldados.
Casi 10 años después de la masacre, los pobladores aún no salen del asombro de la barbarie cometida contra las comunidades del Naya. Aún persiste la violencia física y psicológica que algunos grupos armados se han encargado de perpetuar. Todavía la comunidad vive en la zozobra de lo que pasará con sus tierras en el pleito entre la Universidad del Cauca y el Incoder, quienes luchan por la propiedad de los predios en donde viven estas familias. La comunidad del Naya y su tragedia aún siguen vigentes en medio de los desplazados de este país. De las más de cinco mil personas que fueron expulsadas de su territorio en 2001, apenas trescientas de ellas han sido reubicadas en el resguardo de Kitek Kiwe, muchas han retornado al Naya y otras viven en la miseria en municipios de Cauca y Valle.
Conforme a este panorama, lo cierto es que la pugna por el territorio aún continúa. Después de la masacre han asesinado a muchos líderes de esta zona, unos en medio de las minas de oro, y otros por la defensa de los Derechos Humanos de las comunidades del Naya. Tal fue el caso de Álex Quintero y varios líderes asesinados en 2010.
La incursión de las Auc al Naya
Era 11 de abril de 2001, llegó la Semana Santa y con ella más de 300 paramilitares de las Auc bloque Calima, que incursionaron por Timba, Cauca. Al mando del ex paramilitar Hébert Veloza, alias H.H., fueron penetrando el camino real hacia el Naya, y masacrando a más de 46 campesinos, indígenas y afrodescendientes, según la comunidad desplazada del resguardo Kitek Kiwe. En la versión libre este ex jefe paramilitar dijo que fueron 24, mientras el Ejército apenas reconoció 20, según informe de su página oficial.
A raíz de la masacre, 17 personas se desplazaron desde Cerro Azul, donde vivía Licinia, hacia Santander de Quilichao. Al día siguiente, aproximadamente cinco mil personas salieron a pie desde el Alto y Bajo Naya en la búsqueda de Timba, Buenos Aires y Santander, huyendo del terror que los paramilitares habían sembrado a lo largo del camino. “Antes de subirme al carro, dejé sacando las gallinas, echándoles comidita —suspira Licinia— porque en mi mente pasaba aún la idea de regresar algún día a mi tierra natal”.
Exactamente un año después de la masacre, las Farc secuestraron en la Asamblea del Valle a 12 diputados de este departamento, y la comunidad del Alto y Bajo Naya se declaró en peligro, temiendo que los paramilitares volvieran a tomar represalias como lo habían hecho en abril de 2001, a raíz del secuestro masivo del Eln en la iglesia de la María de Cali. Pero, aunque no se repitió este episodio de violencia paramilitar, una masacre continuada y silenciosa que aún no se detiene borra selectivamente rastros de aquella matanza cometida en el Naya y sigue sembrando el terror en la región.
En lo que va corrido de 2010, en esta zona se han registrado 21 asesinatos entre campesinos, afrocolombianos e indígenas, según un informe de la Red por la Vida y los Derechos Humanos del Cauca.
En marzo de 2010, Juan José Fernández Mera, alcalde de Santander de Quilichao, denunció públicamente en un Consejo de Seguridad Regional amenazas contra campesinos que viven en la zona comprendida entre Timba y Suárez, Cauca. “Están buscando presionarlos para que abandonen sus tierras”, dijo el mandatario en ese entonces.
Meses antes habían asesinado a siete líderes pertenecientes a organizaciones sociales entre los municipios de Guapi y López de Micay. Algunos de esos casos fueron los asesinatos del profesor José Félix Orjuela y Milton Grueso Torres, ambos integrantes de la Coordinación de Consejos Comunitarios de la Costa Pacífica Caucana (Cococauca), quienes fueron ultimados a tiros entre el 21 y el 22 de enero.
“Oro, violencia y muerte en Suárez, Cauca” titula la revista Semana el jueves 8 de abril, haciendo alusión a la muerte de ocho mineros en el corregimiento la Toma, Municipio de Suárez, Cauca. “Querían instalarse cerca a la orilla del río Oveja para extraer oro cuando aparecieron tres hombres armados, les dijeron que no podían estar allí y dispararon, expresó el único sobreviviente”, publicó la revista Semana un día después de la masacre.
El pasado 24 de julio, Alexánder Ciro Galvis, José Wilson Ospina y Adolfo León Ospina Bermúdez fueron asesinados por un grupo de hombres que les dispararon en repetidas ocasiones. Estos homicidios se cometieron en la vereda El Ceral, corregimiento de Timba, municipio de Buenos Aires, según el informe de la Red por la Vida y los Derechos Humanos del Cauca.
La historia que revive
El hermético silencio de campesinos, indígenas y afros evidencia el terror que dejaron sembrado los paramilitares en 2001. La amenaza constante de que volverán se ha convertido en el tormento eterno de los pobladores, y en el arma de quienes se aprovechan de ese silencio. “Auc mata que Dios perdona”, se leía hasta hace algunos meses en las paredes de la región del Naya.
Según Mauricio Redondo, coordinador del Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo, actualmente en el Departamento del Cauca hay 18 municipios con informe de riesgo ante el CIAT (Comité Interinstitucional de Alertas Tempranas) adscrito a la Presidencia de la República. El CIAT este año elevó a 14 de estos municipios a la categoría de alerta temprana. Entre estas poblaciones está Buenos Aires, municipio desde donde ejerció su liderazgo el señor Álex Quintero.
El informe de riesgo de Buenos Aires fue emitido oficialmente por la Defensoría del Pueblo en el año 2006 a través del documento número 034, en el que se le solicitó a la CIAT elevarlo a la categoría de alerta temprana. En peligro inminente se encontraban los líderes y demás pobladores que estaban denunciando los hechos ocurridos en la masacre de 2001, así como la comunidad minera que lidiaba con las multinacionales una constante lucha por el usufructo del metal.
En medio de este panorama, Álex Quintero regresó al Playón Naya después del desplazamiento de 2001. Esta vez no tras el oro, sino buscando algo más valioso: la verdad. Desde ahí denunció a los autores de la masacre y en varias ocasiones reveló nombres de los responsables de la incursión paramilitar a esta región.
Enrique Fernández, líder comunitario y víctima de la masacre, cuenta que Álex Quintero denunció públicamente al ex gobernador del Cauca Juan José Chaux, actualmente sindicado por parapolítica y al general retirado Francisco René Pedraza Peláez, ex comandante de la Tercera Brigada del Ejército con sede en Cauca y capturado por la Fiscalía General de la Nación en septiembre de 2009 por nexos con los paramilitares del bloque Calima. Según el testimonio de Fernández, Quintero denunció abiertamente al comandante del Batallón Pichincha, Tony Vargas. Igualmente habló con nombres propios de los dueños del Ingenio Incauca y Manuelita y del comandante de Policía de Santander de Quilichao conocido como el “Mayor Navarro”, a quien, según los paramilitares, “le pagaban cinco millones de pesos para que les dejara movilizar las tropas en el casco urbano. Por eso era que cuando un comerciante iba a un depósito a comprar, ahí estaba el paramilitar pidiendo el impuesto”, dice Enrique Fernández.
De acuerdo con la última nota de seguimiento del informe de riesgo del municipio de Buenos Aires, que fue elevado a alerta temprana apenas el año pasado, uno de los sectores en peligro inminente en esta zona era el liderazgo. “El 22 de octubre de 2009, a través de fax enviado a la oficina de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) del Valle del Cauca, se recibió amenazas firmadas por Águilas Negras Nueva Generación, declarando objetivo militar a las siguientes organizaciones: la CUT, en la cual trabajaba Álex Quintero; Proceso de Comunidades Negras (PCN), en el que también era parte Quintero, Consejo Comunitario de La Toma Municipio de Suárez y a los líderes: Isipel Ara, líder minero de Suárez; Édgar Villegas, defensor de Derechos Humanos CUT; José Golles, del Consejo Regional del Cauca, (CRIC) y Gildardo Sandoval, miembro de la Asociación de Derechos Humanos Siglo XXI de Buenos Aires, Cauca, a quienes acusaron de ser defensores de la guerrilla y no permitir el acceso de las multinacionales a la región, obstaculizando el desarrollo”. Estos son algunos apartes del informe que reposa en la Defensoría del Pueblo de Popayán.
Álex Quintero, pieza clave en las investigaciones de la masacre, fue objeto directo de un atentado en 2009, situación que lo hizo ausentarse por 15 días de la presidencia de las Juntas de Acción Comunal del Alto Naya. Sin embargo, más pudo su deseo de ayudar a la comunidad y después de este tiempo regresó a su labor como defensor de los Derechos Humanos.
Veinte días antes de su asesinato, el mismo Enrique Fernández es el encargado de solicitar protección para Quintero, ante la Policía de Justicia y Paz de Popayán. Sin embargo, el llamado no fue atendido y el 23 de mayo de 2010 el líder fue asesinado en confusos hechos mientras caminaba junto a su esposa y su hija en Santander de Quilichao. Aquel domingo se revivió el episodio de dolor de la masacre del Naya.
El problema de la propiedad
Aunque la posesión ancestral de las tierras del Naya por parte de los campesinos, indígenas y afrocolombianos es indiscutible, no existe un reconocimiento legal de la propiedad en la que viven estas comunidades. A la masacre, el desplazamiento y el olvido del Estado a la región del Naya, se le sumó el eterno problema de la legalidad de los predios que ellos habitan, y que según la Universidad del Cauca le pertenecen a esa institución.
La Universidad del Cauca y el Incoder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural) hoy protagonizan una pugna jurídica ante el Consejo de Estado, en donde la Universidad reclama ser propietaria de las 197.000 hectáreas que conforman toda la región del Naya, mientras el Incoder argumenta que son 97.000 las hectáreas que le pertenecen, y se mantiene firme en el proceso de extinción del derecho de dominio que realizó la Unidad de Tierras Rurales (Unat) el pasado 21 de julio de 2008, a través de la resolución 829, en la cual se declaró el derecho y dominio de estas tierras a favor del Estado.
Lo cierto de este asunto es que desde 1999, el Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Naya, le solicitó al extinto Incora la titulación colectiva de las tierras que ocupaban las comunidades de esta región, solicitud que empezó a dar trámite esta entidad. A la par la Universidad reclamó en 2003 su derecho a la propiedad privada, según documentos que así lo prueban y que datan de 1827 cuando Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, en sus calidades de presidente y vicepresidente, le entregaron a esta institución los predios de la región para la explotación minera.
Así las cosas, ninguno de los dos quiere ceder. Es por eso que la Universidad, a través de su asesor jurídico, Luis Felipe Rebolledo, interpuso ante el Consejo de Estado una acción de revisión, con la que pretende desvirtuar el proceso de extinción de dominio y lograr que las tierras sean reconocidas definitivamente como propiedad de la Universidad.
Si esto ocurre, según Rebolledo, la Universidad estaría dispuesta a negociar con el Estado para venderle tales predios, con el fin de que éstos a su vez sean entregados a las comunidades. Sin embargo, la posición del director del Incoder Cauca, José Luis Valencia, es que los predios no le pertenecen a la Universidad, alegando que su derecho de dueño fue ejercido de manera precaria y esporádica y que por tanto esas tierras deben ser tituladas colectivamente a las comunidades.
Esta pugna, que se vuelve a activar después de 2001, deja en la incertidumbre a 3.780 familias asentadas en la cuenca, a 2.647 personas de la comunidad indígena Páez y al resguardo indígena de Joaquincito, en la parte baja del río Micay, quienes conforman la región Naya y hoy ocupan el vasto territorio en disputa.
La Tierra Floreciente
Kitek Kiwe, ‘la tierra floreciente’, brilla no de oro sino de sonrisas de niños que juegan en bicicletas por el único camino que hoy los comunica con la ciudad. Kitek Kiwe significa ‘tierra floreciente’. Es un resguardo. Un suburbio que se esconde de la guerra, aunque ésta no se haya ausentado ni por un minuto desde que dejaron su “ombligo” para ser adoptados por el municipio de Timbío, cuya cabecera urbana está ubicada a 15 kilómetros de Popayán, capital del Departamento del Cauca.
“El 11 de abril de 2004 llegaron todas las familias, era el día del aniversario. Nadie se quiso quedar, yo sí tenía que quedarme cuidándole el chivito a los que se vinieron”, cuenta Licinia con un poco de felicidad, desde la finca La Laguna, lugar donde se asienta Kitek Kiwe, su nuevo hogar. En esas 289 hectáreas vive hoy junto a su nuevo compañero y 70 familias más, las únicas reubicadas después del desplazamiento masivo de 2001. Sin embargo, más del 80% de sus paisanos han regresado a sus territorios, aunque otras familias aún están a la deriva en municipios como Santander de Quilichao, Buenos Aires y Cali, muchas de ellas pagando arriendo y a la espera de la vivienda digna que el Estado les prometió.
Este año la masacre del Naya cumplirá una década de dolor, injusticia y destierro. Y el resguardo Kitek Kiwe, el lugar que surgió después del desplazamiento del Naya, y de la dura lucha con el Estado por una vivienda digna, celebrará siete años de ser la tierra floreciente de algunos campesinos, indígenas y afrocolombianos desterrados.
Aún así, los pobladores del Naya —los que han vuelto y los desterrados, e incluso los que nunca se marcharon— siguen esperando que su tierra ancestral algún día vuelva a florecer, para que se marchiten los rastros de la guerra y para dejar sepultado el dolor que aún los embarga.
Por: Edinson Arley Bolaños
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