El asunto con el profesor tzotzil Alberto Patishtán es que nunca lo doblegaron. Trece años de prisión sólo lo mantuvieron tras las rejas, pero no consiguieron rendirlo. Patishtán, de hecho, sale más fuerte, más activista, más político. Es otro.

Al paso de la otra campaña zapatista por el Centro Federal de Readaptación Social El Amate, en 2006, el colectivo La Voz del Amate, organizado por él para luchar por los derechos de los indígenas presos injustamente, cobra visibilidad. Y desde ahí la lucha por su libertad trasciende las fronteras. A él la cárcel injusta lo impulsó: “Es algo que te da rabia, es como una herramienta que te dan, de, sabes qué, sigue luchando, acá está tu herramienta, acá está tu arma”, nos dijo en una entrevista, 10 días antes de obtener su libertad gracias a una significativa campaña de la sociedad civil nacional e internacional que logró nada menos que fuera modificado el Código Penal Federal, para que le fuera concedido el indulto.

 

La serenidad del maestro originario de El Bosque no es falta de combatividad. Todo lo contrario. Es lo que mantiene su resistencia, su fe inquebrantable, sus ganas de rencontrarse con su familia y con su pueblo.

La primera cárcel, dice Patishtán, es la rabia que se genera dentro: “Si te meten injustamente preso, tienes un miedo de regalado y por eso llevas un rencor, un odio, hasta quizás una venganza en ti mismo, y esa es una cárcel de la que tienes que librarte primero, para que eso te permita pelear con la otra cárcel”. Siempre lo tuvo claro.

“Si no perdonas –dice– hasta salivas amargas tienes que tirar de tanto coraje y dices, hasta cuándo voy a dejar esto. Por eso, la única forma de dejar de sufrir, es quitártelo, porque tener muchísima rabia te mata más rápido que una cárcel de cuatro paredes. Es cuando te sientes liberado y ya con más facilidad luchas contra la otra cárcel.”

La recién recobrada libertad de Patishtán, acusado injustamente de haber asesinado él solo a siete policías en la comunidad de El Bosque, Chiapas, es de todos los que lucharon por alcanzarla. Por eso sus hijos Héctor y Gabriela, ellos mismos convertidos en activistas en estos años de lucha por su libertad, se dirigen siempre abajo, hacia los que los acompañaron en marchas y antesalas. En primer lugar, al pueblo de El Bosque, que jamás dudó de la inocencia. Y adonde el profesor quiere llegar lo antes posible, nada más que se lo permitan los médicos que le atienden el tumor cerebral que lo aqueja desde 2012, y que casi lo deja ciego.

“Si dejo de reír siento que es un día perdido. Por eso, si me ven sonreír a cada rato, no se preocupen porque esa es mi profesión”, expresa.

Ver video; http://vimeo.com/78385912

Gloria Muñoz Ramírez

http://www.jornada.unam.mx/2013/11/02/opinion/014o1pol